miércoles, 2 de julio de 2008

DOCTRINA. INTERVENCIONES CORPORALES EN EL PROCESO PENAL

“La solicitud de intervenciones corporales
en el marco de la Investigación Penal Preparatoria”
*

por Marcelo Alfredo Riquert**

1. Introducción.

Según se anticipó en la nota al pié aclaratoria, me he ocupado con anterioridad de esta problemática en el marco de la regulación procesal penal bonaerense. Como plantea con acierto Javier A. De Luca[1], este tema que parecía haber quedado cerrado desde que la Corte Suprema resolvió que la extracción compulsiva de sangre a un imputado o a un testigo no violaba ninguna garantía constitucional[2], volvió a discutirse hace pocos años a raíz de algunos pronunciamientos contradictorios en el marco de investigaciones sobre personas sospechadas de ser hijos de desaparecidos durante la dictadura militar de 1976/1983, que se negaban a realizar exámenes de sangre cuyos resultados pudiesen perjudicar procesalmente a quienes durante ese tiempo habían considerado que eran sus padres[3].
En este contexto, resulta de interés volver sobre la cuestión, en este caso, teniendo particularmente en consideración el sistema procesal provincial, donde el modelo constitucional acusatorio se respeta en forma mucho más pronunciada que en el C.P.P.N. (Ley 23.984). Así, es habitual encontrarse con la situación en que las llamadas “intervenciones corporales”, medidas que pueden resultar necesarias en una investigación penal, no son consentidas por aquel con relación a quien debieran practicarse y, por lo tanto, quien tiene la responsabilidad de llevar adelante aquella, el Agente Fiscal, no puede disponerlas en forma autónoma. En efecto, tratándose de una actividad que reviste singular trascendencia en función de los derechos constitucionales que con ella se ponen en juego e importará en los hechos el ejercicio de algún grado de coerción personal, debe ser requerida su autorización al Juez de Garantías que, como tercero imparcial, está llamado naturalmente a resolver el conflicto. Incluso podría afirmarse que, aún mediando consentimiento, si se entiende que desde el punto de vista de su material ejecución la medida importa coerción personal, este contralor y autorización judicial sería ineludible para ingresar válidamente al proceso tal actividad[4]. El anclaje normativo de tales medidas entiendo se encuentra en el actual código (Ley 11.922 y sus modifs.), en el art. 214 en función del principio general de libertad probatoria consagrado en el art. 209 y la intervención judicial conforme el art. 23 incs. 2 y 9.

2. Líneas generales de la discusión alrededor de las intervenciones corporales.

Tratándose de un tema que pudiera ofrecer algún viso de polémica, se fundamentará brevemente las razones que motivan el criterio favorable a su práctica bajo estrictas restricciones según se expondrá[5]. Podría decirse que las notas básicas al respecto las brindan las “Reglas de Mallorca”, en cuanto señalan que toda intervención corporal estará prohibida salvo que se cuente con el consentimiento del afectado, aunque consigna de inmediato que, sin embargo, y sólo cuando no exista otro medio para descubrir el presunto delito, la autoridad judicial podrá acordarla, atendida la gravedad del mismo y la falta de peligro para la salud del afectado (regla 23º, ap. 1). Se indica asimismo que la intervención corporal deberá ser siempre practicada por un profesional de la medicina de acuerdo con la lex artis y con el máximo respeto a la dignidad e intimidad de la persona (regla 23º, ap. 2)[6].
Con referencia al derecho español, Víctor Moreno Catena se ha pronunciado expresamente contrario a su disposición -particularmente por la autoridad de prevención- y entendiendo que deben reputarse ilícitas por vulnerar el derecho constitucional a la integridad personal física o moral, considerando medidas coercitivas de esta naturaleza a las extracciones de sangre, los reconocimientos psiquiátricos, el sometimiento a narcoanálisis, a estados hipnóticos, al llamado suero de la verdad o al detector de mentiras, a la práctica de encefalografías o de tactos vaginales o rectales. No obstante, aclara luego que estima conveniente abordar “una modificación legislativa que permita a los órganos jurisdiccionales -y sólo a ellos- ordenar la práctica de intervenciones corporales en la persona de los inculpados, siempre que, en primer lugar, sean conducentes a los fines de la investigación penal; en segundo término, que no impliquen un trato inhumano o degradante; en tercer lugar, que se practiquen por personal cualificado (generalmente sanitario) y con las garantías suficientes, y, en último término, que tales intervenciones en ningún caso puedan poner en peligro la vida o la salud del intervenido”[7].
En cuanto a nuestro derecho, tanto la Constitución Nacional como el sistema internacional tutelar de los derechos humanos que goza de jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 CN), garantizan el derecho a la integridad física y a la intimidad. Desde esta perspectiva es claro que las medidas de intervención corporal, de acuerdo a su modalidad e intensidad pueden provocar la afectación de aquellas garantías. Se ha argumentado también que este orden de medidas puede provocar afectación de la garantía contra la autoincriminación, punto sobre el que Rojas y García recuerdan que se expidió la Corte Suprema norteamericana en causa "Holt vs. United States", sosteniendo que la prohibición de compeler a un hombre a atestiguar contra sí mismo en un proceso criminal, prohibe el uso de la fuerza física o moral para obtener su declaración, pero no excluye a su cuerpo como evidencia cuando sea de tipo material, calificando a una interpretación distinta como una extravagante extensión de la garantía[8].
En esta dirección, puede afirmarse que desde hace tiempo hay amplio consenso en que tales medidas no vulneran dichos derechos siempre que afecten sólo levemente a la integridad física y no supongan trato inhumano o degradante alguno. Así, la Comisión Europea de Derechos Humanos ha sostenido con relación a la intervención corporal de extracción sanguínea, que no atenta contra la integridad física (decisión 8278/78, de 13 de diciembre de 1979[9]). En igual sentido, la Corte Suprema estadounidense en causas "Breithaupt vs. Abram" y "Schmerber vs. California", haciendo hincapié en la última sobre la ponderación de la razonabilidad del medio empleado para obtener la prueba[10].
Concordante con ello afirma Claus Roxin que el procesado no tiene que colaborar con las autoridades encargadas de la investigación mediante un comportamiento activo, pero sí debe soportar injerencias corporales que pueden contribuir definitivamente al reconocimiento de su culpabilidad ─ejemplifica con la permisión de extracción de sangre y de exámenes genéticos en el proceso penal alemán, bajo exigencia de orden judicial escrita─. De allí que concluya que "en la medida en que se impone al procesado una obligación de tolerar, claramente se antepone el interés en averiguar la verdad, al interés del procesado de a mantener en secreto su "información corporal" y a excluirla como medio de prueba"[11].
En cuanto a nuestra realidad, señala D'Albora que se admiten en general aquellas prácticas que afectan en forma leve la integridad corporal y la prohibición de tratos inhumanos y degradantes, como la extracción de sangre o de piel cuando son realizadas por personas habilitadas y con el límite de no poner en peligro la vida o la salud[12]. Naturalmente pueden también considerarse bajo los parámetros indicados los hisopados salivales, obtención de muestras de cabellos o vellos pubianos, entre otras prácticas similares.
En la jurisprudencia nacional, pueden mencionarse entre otros, en cuanto a la extracción de sangre el criterio de la Sala I de la C.N.Crim.yCorrec. capitalina en causa "Aranguren", donde destacó que el procesado está sujeto a la revisión corporal de modo no sólo pasivo sino también activo y tal revisión puede ser realizada aún contra su voluntad cuando el examen médico, realizado por persona idónea no conlleva un peligro para su persona[13]. Similar temperamento adoptó la Sala VII, diciendo que: “El cuestionamiento en materia de consentimiento para la toma de muestras de sangre del imputado no puede prosperar desde que reviste el carácter de objeto de prueba y como tal susceptible de ser efectuada la extracción sin su autorización, salvado el debido trato”[14].
Con relación a la obtención de muestras para estudios genéticos y de histocompatibilidad, se ha pronunciado favorablemente el más Alto Tribunal de la Nación in re "H.G.S. y otro"[15], donde recuerda Carrió que con cita al caso "Cincotta" (donde la Corte trató la cuestión del reconocimiento en rueda de personas), se señaló que "...desde antiguo esta Corte ha seguido el principio de que lo prohibido por la Ley Fundamental es compeler física o moralmente a una persona con el fin de obtener comunicaciones o expresiones que debieran provenir de su libre voluntad; pero ello no incluye los casos en que cabe prescindir de esa voluntad, entre los cuales se encuentran los supuestos -como el de autos- en que la evidencia es de índole material"[16]. Vale aquí desviarnos brevemente y señalar que con relación a la cuestion del reconocimiento en rueda de personas, en el caso de la legislación procesal bonaerense, el 2º párrafo del art. 261 prevé que cuando el imputado se negara u obstruyera el desarrollo del acto de reconocimiento, éste se practicará mediante fotografías.
Binder, por su parte, al preguntarse si en estos casos en que el procesado pasa de ser sujeto a ser objeto de prueba, es necesario su consentimiento o si se violenta la garantía de que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo, entiende que la solución del problema transita por determinar quien es el sujeto que ingresa la información. Así, concluye que "El imputado está protegido por el derecho a no declarar contra sí mismo respecto de todo ingreso de información que él, como sujeto, pueda realizar. Nadie puede obligarlo a ingresar información que lo perjudica y, en consecuencia, él desee retener. Ahora bien: en el caso, por ejemplo, ...de la extracción de sangre, la información no es ingresada por el imputado, sino por el perito que, por ejemplo, reconoce la cantidad de alcohol o un cierto patrón genético en la sangre del imputado. Este criterio, basado en quién es el sujeto que ingresa efectivamente la información, permite distinguir los casos en que el imputado está amparado por esta garantía de aquellos en los que no lo está"[17].
La Cámara Penal plantense se ha expedido diciendo que: “La obtención de una muestra de sangre u otros fluídos biológicos secretados no erigen a la persona de la que provienen en sujeto de prueba. El producto de la secreción o de la extracción siempre es objeto de prueba sin el cual una pericia no sería concebible y que, por ende, no podrían provocar el juego de la regla de exclusión”[18].
Si bien hay un posición, minoritaria, que entiende que este tipo de actividades afectan la garantía contra la autoincriminación, ya que la conciben como proscriptiva de cualquier colaboración o cooperación del imputado en la adquisición de prueba de cargo, es decir, que nadie puede ser compelido a proporcionar evidencia contra sí mismo (nemo tenetur se ipsum prodere), lo cierto es que como acertadamente expone De Luca, esto conduce a la deslegitimación de cualquier medida de coerción personal (como una detención o prisión preventiva, por ejemplo), ya que todas constituyen una forma de colaborar o cooperar con la contraparte en la elaboración de un cuadro cargoso, en la medida en que son las que permiten la marcha del proceso en su contra[19]. Sin perjuicio de ello, es claro y también se comparte con el citado que, en la medida en que los avances científicos hagan cada vez menos necesaria la presencia y el cuerpo del imputado, aquella es la línea hacia la que como ideal debiera avanzarse. Así, siempre que sea viable un cauce investigativo con el que se llegue al mismo propósito prescindiendo de una intervención corporal, es aquél el que deberá preferirse y, puestos en la hipótesis en que la intervención corporal sea imprescindible, siempre deberá optarse por aquélla que posea el grado de lesividad e intromisión menor posible.
Con la misma orientación puede recordarse que, al explicar el alcance de la prohibición de obligar a declarar y a actuar contra sí mismo, señala Cafferata Nores que si durante el proceso el imputado goza de un estado jurídico de inocencia y nada debe probar, es obvio que nadie puede intentar obligarlo a colaborar con la investigación del delito que se le atribuye (art. 18, CN; art. 8.2.g, CADH), pero aclara seguidamente que “Sólo cuando el imputado actúe como objeto de prueba (lo que no significa que sea objeto del proceso) podrá ser obligado a participar en el respectivo acto procesal (vgr. en una inspección de su cuerpo)”[20]. Coincide Gullco en que no todo procedimiento coactivo realizado en la persona del imputado debe ser equiparado a una confesión involuntaria, distinguiendo dos clases: los que requieren la participación activa del acusado (por ej., realizar un cuerpo de escritura) y que, por tal razón, deben ser equiparados a una “comunicación” o “testimonio” del imputado, y aquellos en los que el procesado no es más que una simple fuente pasiva de elementos de cargo en su contra. Los primeros constituyen una confesión involuntaria en violación del art. 18 de la C.N., mientras que la segunda clase considera “deberá ser equiparada a un allanamiento de domicilio: La estrecha analogía entre el allanamiento y la inspección corporal parece clara si se tiene en cuenta que tanto el domicilio como el cuerpo humano son “recintos privados”, y que el objetivo de la garantía de la inviolabilidad domiciliaria es, precisamente, la tutela de la esfera de intimidad personal.- La consecuencia práctica de esta distinción es que los procedimientos realizados en la persona del acusado, y que no puedan ser equiparados a una confesión forzada, deberán ser autorizados previamente por un magistrado judicial, conforme a las pautas previstas en el Código de Procedimientos en materia penal respecto de las visitas domiciliarias y pesquisas en lugares cerrados.- Bajo tales condiciones, la inspección corporal será plenamente válida y la prueba obtenida de aquélla podrá ser utilizada en contra del acusado” [21]
Por su parte, entiende Alberto N. Cafetzoglus que “Extraerle al imputado manu militari las impresiones digitales, o sangre, o colocarlo en la rueda, no implica obligarlo a expresarse. Por tal razón entendemos que hasta aquí no alcanza la garantía del art. 18 de la Constitución Nacional” [22] (en cuanto a la proscripción de la obligación a autoincriminarse), pero aclara seguidamente que “La cosificación del imputado en el proceso debe tener ...un límite impuesto por la dignidad humana. No se puede actuar manu militari con él para obligarlo a decir cosas que él no quiera libremente expresar, ni se puede extraer de su organismo elementos de convicción que lo integran de forma natural si no se presta a ello”[23], apontocando ello en la inviolabilidad de la persona consagrada en la misma norma constitucional antes referida. En definitiva, termina concluyendo que cuando el imputado se niegue “injustificadamente” a que se le extraigan las fichas dactiloscópicas o a que se le saque sangre o cabello o piel, imposibilitando tales operaciones con destino de identificación o determinación pericial, está evidenciando “peligrosidad procesal (entendida como la conducta encaminada a obstaculizar la acción de la justicia); lo que autoriza, por ejemplo, a negarle la libertad caucionada... o pergeñar otras formas de coertio. Igualmente, acreditado lo injustificado de la negativa, tal actitud sí podrá generar presunción en su contra pues... estas operaciones nada tienen que ver con “declarar” y por tanto creemos que están más allá de la garantía del art. 18 de la Constitución Nacional”[24]. Además de la dificultad cierta de distinguir una negativa “justificada” de una “injustificada” y de la peligrosidad de operar en sede penal con presunciones como la propuesta (que parecen, en todo caso, más propias del proceso en materia civil y familiar), no puede soslayarse que la coerción personal sugerida para lograr el consentimiento del imputado a la intervención corporal puede terminar siendo considerablemente más grave que la que se evita. Así, en el ejemplo más palpable, ante la negativa del imputado para la obtención de unos cabellos para un cotejo pericial, operación técnica que puede concretarse mediante un simple peinado, terminaríamos privándole de su libertad (¿por cuánto tiempo?), para resguardar su inviolabilidad personal.

3. Pautas de procedencia para las medidas de intervención corporal.

Sentado entonces, desde el punto de vista mayoritario y que personalmente compartimos, que no hay una tacha genérica de orden constitucional respecto de las inspecciones o intervenciones corporales, también ha quedado claro según se fuera anticipando que ellas deben ser razonables, proporcionales, necesarias, pertinentes y útiles. Como dice María Isabel Huertas Martín, la realización de este tipo de medidas sobre el cuerpo del imputado implica necesariamente, si no una directa vulneración de determinados derechos fundamentales, sí al menos una cierta afección en los mismos, por lo que debe analizarse su magnitud, teniendo en cuenta no sólo a la medida en sí misma, sino también el modo de ejecutarla[25]. Es que, como decía Ruiz Vadillo, “No se puede obtener la verdad real a cualquier precio. No todo es lícito en el descubrimiento de la verdad. Sólo aquello que es compatible con la defensa de lo que constituye el elemento nuclear de los derechos humanos fundamentales, así la libertad, la dignidad, la intimidad, etc., que son presupuestos indeclinables de la Constitución en cuanto contemplan la persona humana, esencialmente libre, como base de la convivencia democrática en paz”[26].
Así, no pueden legitimarse intervenciones que importen afectación irreversible o grave peligro para la salud, que se desarrollen por personal inidóneo o en modalidades incompatibles con la dignidad humana o cuando la prueba puede obtenerse prescindiendo de ellas sin provocación de obstáculo insuperable para la investigación, o cuando no se hubiere acreditado suficientemente su conexión con el hecho investigado. De tal suerte que el control judicial surge como único modo de garantizar que no se harán "expediciones de pesca" o medidas ajenas al objeto del proceso[27].
Esto último, es decir, la necesidad de la orden judicial, viene impuesto en el ámbito nacional por vía del art. 218 del CPPN (Inspección corporal y mental) y en el bonaerense, según se anticipó, por el art. 214 en correlación con el 23 del CPPBA (Examen corporal y mental). El respeto del pudor y el auxilio de peritos es exigencia común de ambos ordenamientos adjetivos que se ajusta a los estándares que fueran antes descriptos. Si bien la norma provincial no sigue la redacción del segundo párrafo de la nacional en cuanto reza que "Podrá disponerse igual medida respecto de otra persona" (que el imputado), coincido con Bertolino en cuanto a que por una interpretación sistemática y finalista, debe concluirse que en función de los arts. 3 y 212 del código de rito, no se excluye sin más la inspección de otras personas[28].

* El presente trabajo es una ampliación de lo expuesto sobre el punto en el capítulo I de la obra “Justicia de Garantías, de Ejecución y Ministerio Público” (en conjunto con los Dres. Pablo Adrián Cistoldi y Leonardo César Celsi), EDIAR, Bs.As., 2001, págs. 111/115, acápite “Solicitud de intervenciones corporales”.
** Profesor de Derecho Penal 1 (Parte General), Universidad Nacional de Mar del Plata, y de Derecho Penal 2 (Partes Especial) en las Universidades FASTA y Atlántida Argentina, Mar del Plata. Juez de la Cámara de Apelaciones y Garantías en lo Penal del Departamento Judicial Mar del Plata.
[1] En su trabajo “Pruebas sobre el cuerpo del imputado o testigos y las garantías constitucinales”, pub. en “Revista de Derecho Penal”, director Edgardo Alberto Donna, Rubinzal-Culzoni Editores, Santa Fe, Tomo 2001-1 “Garantías constitucionales y nulidades procesales – I”, págs. 393/423.
[2] Así, en Fallos 318:2518 y 319:3370, ambos con publicación en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ad-Hoc, Bs.As., Nº 1-2, 1996 y Nº 8-B, 1998, respectivamente.
[3] Trabajo citado, págs. 393/394. Allí Deluca recuerda que la Sala VII de la C.N.C.yCorr., en causa “I.,J.A. y otro”, fallo del 6/12/99, entendió que no es posible proceder compulsivamente con la finalidad de extraer sangre a la víctima del delito de supresión de identidad, invocando el art. 4º de la ley 23.551, que acuerda valor de indicio en contra a la negativa a someterse a dicho examen, con cita a su vez de un precedente de la C.Fed. de San Martín, de lo que se dedujo que la propia ley reconocía implícitamente la facultad de negarse a la práctica de pruebas hematológicas para trazar el perfil de ADN (nota al pie Nº 5, pág. 394).
[4] Es que, tratándose de coerción personal, aún en caso de inexistencia de conflicto entre las partes la actividad judicial termina transformándose en forzosa por el juego de las normas procesales vigentes, lo que halla sentido si pensamos en ejemplos sencillos, como la imposibilidad de que el consentimiento de ambas partes transformen en detenible una situación que objetivamente no lo es.
[5] Sigo aquí el desarrollo efectuado en causa Nº 15.346 del J.G. Nº 2 de M.D.P., caratulada “F., G. s/Homicidio. Víctima: M., N.”, resolución del 15/02/01, inédita. Allí se hizo lugar a la solicitud del Agente Fiscal interviniente de autorizar la extracción al imputado de muestras sanguíneas, epiteliales, toma de cabellos y vellos pubianos, por parte de personal idóneo, especificándose que debería practicarse el acto siguiendo en cada caso la técnica menos invasiva y cruenta posible, para la oportuna práctica de los cotejos periciales que aquel dispuso. Se encomendó asimismo la expresa notificación al encartado de los términos del segundo párrafo del art. 214 del ritual.
[6] Cf. la obra de Enrique Ruiz Vadillo, “Estudios de Derecho Procesal Penal”, Comares, Granada, 1995, pág. 119.
[7] Moreno Catena, Víctor, en su trabajo “Garantía de los derechos fundamentales en la investigación penal”, pub. en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Año IV, Nº 8-A, Ad-Hoc, Bs.As., 1998, págs. 119/121.
[8] Cf. Ricardo M. Rojas y Luis M. García, "Las inspecciones corporales en el proceso penal. Un punto de tensión entre la libertad individual y el interés en la averiguación de la verdad", pub. en "Doctrina Penal", Depalma, Bs.As., Año 14, 1991/A, pág. 189.
[9] Cit. por Nicolás González-Cuéllar Serrano, en su trabajo "Las intervenciones corporales en el proceso penal", pub. en AAVV "Derechos fundamentales y justicia penal", ILANUD, Ed. Juricentro, Costa Rica, 1992, pág. 365.
[10] Cf. Rojas y García, ya citados, págs. 187/188.
[11] En su trabajo "La protección de la persona en el proceso penal alemán", pub. en "Revista Penal", Nº 6, Julio 2000, Ed. CissPraxis Profesional, Barcelona, pág. 120.
[12] Cf. su "Código Procesal Penal de la Nación. Ley 23.984", Abeledo-Perrot, Bs.As., 3º edición, 1997, pág. 323.
[13] De la misma Sala puede mencionarse el caso “G., J.C. s/extracción de sangre”, donde sostuvo que: “La medida de extracción de sangre del imputado a fin de realizar un análisis de ADN se puede realizar aún frente a la oposición manifestada por el imputado, ya que puede prescindirse de la voluntad del sujeto al intervenir simplemente como objeto de prueba” (fallo del 10/5/01, cit. en FANA 7.0, ficha 19056).
[14] En causa “R.,S.A.”, 1/10/96, FANA 7.0, ficha 6587; ídem, causa “G.,E.”, 7/10/97, ficha 8585.
[15] Fallos, 318:2518, con pub. en CDJP ya referida.
[16] Citado por Alejandro D. Carrió en su obra "Garantías constitucionales en el proceso penal", Hammurabi, Bs.As., 4º edición, 2000, pág. 387.
[17] Alberto M. Binder, "Introducción al Derecho Procesal Penal", Ad-Hoc, Bs.As., 1993, págs. 181/182.
[18] C.P.L.P., causa “T., A.A. s/violación”, fallo del 17/11/92, pub. en JUBA 7.0, ficha B500603.
[19] Trabajo citado, págs. 403/407. Sobre la tesis criticada, es conveniente la lectura de la nota al pie 14, donde se transcribre largamente el voto del Dr. Schiffrin en sentencia de la C.Fed. de La Plata, en causa “Valdez”, Nº 16.635, del 13/6/96.
[20] José I. Cafferata Nores, “Garantías y sistema constitucional”, pub. en “Revista de Derecho Penal”, director Edgardo Alberto Donna, Rubinzal-Culzoni Editores, Santa Fe, Tomo 2001-1 “Garantías constitucionales y nulidades procesales – I”, págs. 134/135.
[21] Hernán Víctor Gullco, “¿Es necesario el consentimiento del interesado para una inspección corporal?”, pub. En “Doctrina Penal”, Depalma, Bs.As., Nº 45/48, 1989, págs. 117/120, comentando el fallo “Álvarez, Juanito s/av. Contrabando” de la C:N.PEc., Sala 1º, del 7/10/88.
[22] En su obra “Derecho Procesal Penal. El procedimiento en los códigos de la Nación y provincia de Buenos Aires”, Hammurabi, Bs.As., 1999, págs. 150/151.
[23] Ob.cit., pág. 151.
[24] Ob.cit., pág. 154.
[25] En su obra "El sujeto pasivo del proceso penal como objeto de la prueba", J.M. Bosch Editor, Barcelona, 1999, pág. 373.
[26] Ob.cit., pág. 50.
[27] Cf. Rojas y García, op.cit., pág. 213.
[28] En su “Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires”, Depalma, Bs.As., 5º edición, 1998, pág. 262.

DOCTRINA. LIMITES CONSTITUCIONALES A LA SIMPLIFICACIÓN DEL PROCESO PENAL

Límites constitucionales a la simplificación del proceso penal”*

por Marcelo Alfredo Riquert**

Sumario: I. Motivos que justifican seguir la reflexión sobre el tema. II. Requerimientos mínimos del proceso conforme el modelo constitucional. III. La discusión acerca de la constitucionalidad o no del juicio abreviado. IV. A modo de síntesis conclusiva.

I. Motivos que justifican seguir la reflexión sobre el tema.
En los últimos años, particularmente a partir que se fuera incorporando en los distintos códigos procesales penales en nuestro país distintas posibilidades de simplificación del trámite procesal, mucho es lo que se ha escrito y discutido sobre este tema. No se trata que fuera un problema de estricto orden local, ya que podría afirmarse que en última instancia y con las diferencias propias de cada instrumentación, se ha reproducido aquí un debate que guarda analogía con los producidos en otros países. En definitiva, en lo que aquí interesa, es claro que es mucho ya lo que se ha dicho, tanto por la doctrina como por los tribunales sobre esta cuestión, por lo que nada demasiado nuevo podría en esta ocasión aportarse sobre el tema. Sin perjuicio de ello, y renunciando desde ya a toda pretensión de originalidad, me parece que existen razones de peso para que aún con el limitado alcance o pretensión antes aclarado, no carezca de sentido volver a reflexionar sobre las posibilidades y límites a la simplificación del proceso penal. En este orden de ideas, me parece que justifican dedicar nuevamente un momento de atención a este problema, las siguientes razones:
1) Es evidente que el modelo de simplificación procesal plasmado en el juicio abreviado, por distintas razones, ha llegado, se ha instalado, ha sido recibido favorablemente por los distintos operadores del sistema y, en consecuencia, permanecerá en el futuro.
2) En nuestro país, este instituto ingresa de la mano del Proyecto de Código Procesal Penal de la Nación de Maier de 1986, el llamado “procedimiento monitorio” de los arts. 371/373, previsto para los casos en que al momento de requerir la apertura del juicio, el Ministerio Público Fiscal estimare suficiente la imposición de una pena privativa de libertad no mayor a un año, de multa o de inhabilitación, aún en forma conjunta. Otro antecedente de interés puede verificarse en el CPP italiano de 1988 que incorpora el “pattegiamento sulla pena”, arts. 444/448 (aplicazione della pena su richiesta delle parti), por el que puede imponerse una pena privativa de libertad de hasta 2 años de prisión. Como contrapartida, el art. 395 del CPPBA lleva la estimación fiscal hasta 8 años de pena privativa de libertad, lo que importa en los hechos que puede llegar a abreviarse un caso de homicidio simple.
3) Habida cuenta de la extensión y frecuencia con que se lo utiliza, la reflexión sobre el juicio abreviado excede hoy al propio instituto y resulta comprensiva de un segmento muy importante, tal vez mayoritario, de nuestra realidad procesal con relación al porcentaje de casos que llegan a la instancia de juicio propiamente dicha. Desde esta perspectiva, no nos interesa aquí ingresar en la consideración en detalle de las distintas modalidades con que se ha legislado el juicio abreviado, sino ocuparnos de su problemática general.
4) Aquella intensidad de uso referida puede potenciarse con límites imprevisibles, de extenderse la tesis que promueve la inconstitucionalidad parcial de las cláusulas similares a la del art. 431 bis del CPPN, apartado 5º, que limita al Tribunal impidiéndole imponer una pena superior o más grave que la pedida por el Ministerio Fiscal (el llamado “problema de los topes”). Hay allí una cuestión federal ya que se altera la potestad de los jueces de fijar las penas atendiendo a lo establecido en los artículos respectivos del Código Penal (así, por ejemplo, lo señalan Bruzzone y De la Rúa). Salvaría la objeción la llamada “tesis de la irrelevancia de los libros”: siendo competencia del Congreso Nacional el dictado de las normas de derecho sustantivo (art. 75 inc. 12 CN), no importa dónde lo haga si esas normas son sustantivas, incluso cuando lo haga de acuerdo a lo dispuesto en el art. 75 inc. 30 de la C.N., en el marco de la ley procesal, también puede estar produciendo una modificación sustantiva con incidencia en todo el país. Aclara el citado Bruzzone que el problema resultaría del criterio sostenido cada vez que la CSJN se enfrentó a este orden de cuestiones, ya que declaró la inconstitucionalidad de las normas incluidas en los códigos procesales que suponen una alteración de los códigos de fondo, incluso, las dictadas por el propio Congreso Nacional en su doble función de legislador nacional y local. La conclusión del autor citado es que si los jueces no están limitados en la posibilidad de revisar las penas pactadas, la actual limitación de 6 años de pena del orden nacional a los fiscales para negociar quedaría sin virtualidad, por lo que la abreviación se puede extender a todos los casos donde el acusado renuncie al derecho que tiene a la realización de la audiencia, conformándose con la pena ofrecida por el MPF[1].
Contemplan el instituto, entre otros ordenamientos adjetivos de nuestro país, los siguientes:
· El CPPN por Ley 24.825 (1997), art. 431 bis, fija el límite del acuerdo de pena en 6 años, requiere la conformidad del imputado asistido por su defensor, sobre la existencia del hecho y la participación de aquél, descriptas en el requerimiento de elevación a juicio y la calificación legal recaída. El Juicio Abreviado representa a noviembre de 2000, según las cifras que proporciona la Procuración General de la Nación, el 63 % de las sentencias del fuero de menores, el 55 % de las dictadas por los Tribunales Orales Criminales Naciones y Tribunales Orales Federales en lo Criminal de Capital Federal y el 26 % de los Tribunales Orales Penal Económicos.
· El Código de Córdoba (ley 8123), art. 415, que requiere la confesión llana y circunstanciada del imputado, en cuyo caso se omite la recepción de la prueba tendiente a acreditarla con acuerdo del Tribunal, Fiscal y Defensa. No se puede imponer una pena más grave que la pedida por el Fiscal. Alrededor del 43 % de los casos se resuelve por esta vía.
· El Código bonaerense (ley 11.922), arts. 395 y ss., que fija el límite del acuerdo de pena en 8 años y sólo pide el consentimiento para la vía abreviada. En el primer año y medio de funcionamiento del nuevo sistema procesal, el promedio general de los principales Departamentos Judiciales, rondaba el 70 %. En Mar del Plata, inicialmente llegó al 87,5 %. No son pocos los operadores que consideran que esta circunstancia puede estar provocando distorsiones en la primer etapa del proceso, la I.P.P., en función del dato cierto que el “juicio” no se realizará. De tal suerte, se verificaría un anticipo de cuestiones propias del debate a la etapa inicial como modo de lograr una mejor situación en la causa al momento de ingresar en la negociación para el abreviado[2].-
· Además, pueden contarse entre otros textos que lo contemplan, el Código de Formosa (1996), arts. 503 a 506; el de Santa Cruz, arts. 517 (omisión del debate) y 518 (juicio abreviado); el de Chubut, art. 9.1., aún no entrado en vigencia.-
Todo lo expuesto, entonces, entiendo que resulta plataforma más que suficiente para volver la mirada sobre las distintas argumentaciones a favor y en contra del juicio abreviado a las que aludiéramos al comienzo. Paso previo necesario resultará el ocuparnos con mucha brevedad sobre la cuestión que, en el fondo, fija el marco en que aquella discusión se lleva a cabo: recordar cuál es el modelo de proceso penal que impone el orden constitucional.

II. Requerimientos mínimos del proceso conforme el modelo constitucional.
Tanto el derecho penal como el procesal penal guardan una estrecha relación con el modelo político y el sistema de valores que existen en una sociedad. Así, señala Cafferata Nores que si aquellos valores otorgan preeminencia a la figura del Estado, se consagra un paradigma inquisitivo que deviene en un modelo de “control del delito”, mientras que si la preeminencia es del individuo, del ciudadano, el paradigma será acusatorio y el modelo el del “debido proceso”.-
El “debido proceso” importa que un individuo sólo puede ser considerado culpable si las pruebas de su conducta ilícita han sido logradas a través de un procedimiento legal, seguido por autoridades que no se extralimiten en sus atribuciones, lo que significa la consagración de dos valores: la primacía del individuo y la limitación del poder público.-
Se podría decir que aquella distinción formulada por Cafferata responde en lo básico a la tradicional dicotomía entre acusatorio e inquisitivo y su correlación hacia democracia o estado de derecho y autoritarismo o estado totalitario, respectivamente.
En similar lineamiento, Righi y Fernández apuntan que según sea la estructura del Estado, cambia tanto su organización judicial como su sistema procesal, indicando que en un Estado democrático se prevé un procedimiento en el que las diversas funciones (acusación, defensa y decisión) se encuentren adecuadamente garantizadas, mientras que en los sistemas autoritarios se concretan en el juez las funciones del proceso.
Por su parte, Ferrajoli enseña que forman parte tanto del modelo teórico como de la tradición histórica del proceso acusatorio la rígida separación entre juez y acusación, la igualdad entre acusación y defensa, la publicidad y la oralidad del juicio (otros elementos, si bien pertenecen a la tradición histórica no son esenciales al modelo teórico, como la discrecionalidad de la acción penal, el carácter electivo del juez, la sujeción de los órganos de la acusación al poder ejecutivo o la exclusión de motivación de los juicios del jurado). Puede afirmarse que aquellas notas esenciales del modelo teórico se encuentran presentes en la ley adjetiva vigente en la provincia de Buenos Aires, mas no con idéntica intensidad en la nacional.
Si bien no pueden soslayarse las dificultades que presenta la categorización en función de los distintos planos de análisis y contenidos que se asignan a los conceptos (perspectivas histórica, ideal descriptiva, como modelo normativo, etc), parece útil herramienta a efectos de orientar el tratamiento de la cuestión la distinción entre “modelo de la disputa” y “modelo de la investigación oficial” propuesta por Langer[3]. Según el primero (hacia el que orienta el acusatorio y se ajusta básicamente el sistema norteamericano), el proceso penal es una disputa o lucha entre dos partes, acusador y acusado, desarrollada ante un tercero (el juez o árbitro), que se encuentra en una posición relativamente pasiva. La relación entre las partes y el juez puede representarse como un triángulo equilátero o isósceles, con el juez ocupando el vértice superior y las partes, en un mismo nivel, ocupando los vértices inferiores. Las partes son dueñas de la contienda y quienes mediante su actividad llevan adelante el procedimiento. Según el segundo (al que orienta el inquisitivo y se ajusta básicamente el sistema continental europeo y latinoamericano), el proceso es una investigación realizada por uno o más oficiales estatales, con el objeto de determinar si es verdad que el imputado ha cometido un delito. Los oficiales estatales no son parte, ya que ellos no tienen un interés predeterminado en cómo debe resolverse el proceso, sino que deben en modo imparcial determinar la verdad real ocurrida. Están tan interesados en que se condene al culpable como en que se absuelva al inocente. En una representación gráfica de la relación entre oficiales e imputado, aquéllos son ubicados por encima de éste, que por definición es parcial, en el sentido que tiene un interés propio en cómo se resuelva el proceso. A su vez, el proceso no se desarrolla mediante la actividad de las partes, sino mediante la actividad de los oficiales del Estado.
Una cosa es clara, si analizamos los mecanismos de negociación entre acusador y acusado a la luz de ambos modelos, es fácil advertir que estos se ajustan a la lógica o dinámica del modelo de la disputa. Bien dice Langer que el modelo de disputa no es sólo una suma de elementos procesales, sino un auténtico modelo cultural sobre qué es un proceso penal y, como tal, incide en la forma en que los operadores del sistema penal piensan y perciben los problemas procesales. Y conforme a este modelo cultural es natural que las partes, que son dueñas de la disputa, puedan negociar sobre ella (ponerse total o parcialmente de acuerdo sobre cuál es el objeto de la controversia o sobre si siquiera existe alguna).
En sentido concordante señala Carrió al ocuparse de las críticas formuladas al juicio abreviado que: “En cuanto al ataque al instituto del “juicio abreviado” por considerarlo un retroceso en el camino a un sistema acusatorio, no estoy tan seguro que ello sea así. Justamente, una de las notas del sistema acusatorio por oposición a los modelos inquisitivos, es que en aquél son las partes (fiscal y defensa) las que retienen un considerable poder de decisión acerca de qué pruebas introducirán al juicio, qué defensas o planteos jurídicos desarrollarán, y que calificación regirá. Dentro de este esquema que concibe al sistema de enjuiciamiento como una contienda entre partes más que como una encuesta oficial acerca de lo ocurrido, es natural entonces que sean las partes las que acuerden si el juicio tendrá lugar o no”[4].
El CPPN (Ley N° 23.984) no responde en forma pura a ninguno de los modelos opuestos mencionados, sino a uno que es una suerte de síntesis de ambos: el llamado “mixto” o “proceso inquisitivo mitigado”, que no es un modelo conforme el que impone la Constitución Nacional y el sistema internacional tutelar de los derechos humanos, con jerarquía constitucional por vía del art. 75 inc. 22 del texto fundamental.
Entre los rasgos que se han tomado del proceso acusatorio está el basarse en una acusación y desarrollarse en forma oral y pública, con inmediación de los sujetos procesales entre sí y con los elementos de prueba, y con plena vigencia del contradictorio. La sentencia debe dictarse en función de las pruebas y argumentaciones de las partes allí producidas y por obra de los mismos jueces que las recibieron. Estas notas distintivas son las que hacen al modelo de proceso “contradictorio”, que es el propiciado por nuestra Carta Magna según Cafferata Nores, donde se acentúa el rol de imparcialidad de los jueces y en el que la oralidad, la inmediación y la publicidad del juicio son expresa e indiscutiblemente requeridos.-

III. La discusión acerca de la constitucionalidad o no del juicio abreviado.
El art. 18 de la CN menciona al "juicio previo" como exigencia para sancionar. Se trata precisamente del "debido proceso", que es “adjetivo” en tanto exige cumplimentar ciertos recaudos de forma, trámite y procedimiento para llegar a una definición mediante sentencia, y es "sustantivo" en cuanto a implicar que las sentencias sean valiosas en sí mismas, esto es, razonables (desde esta óptica, estaríamos hablando de una garantía constitucional innominada).-
Esto implica que ha de tramitarse necesariamente un juicio, consistente en un procedimiento regular y legal, para la aplicación de una pena.
La CSJN, genéricamente, ha detectado y exigido la necesidad de observancia de cuatro tramos esenciales: Acusación-Defensa-Prueba-Sentencia, realizados ante él o los jueces naturales de la causa (según sea el proceso correccional o criminal). Ello no importa la imposibilidad de favorecer bajo determinados parámetros la existencia de medidas alternativas para la solución del conflicto (iniciativas de reparación, mediación o, por ej., la suspensión del juicio a prueba), incluso, procedimientos en los que la etapa del “juicio”, del debate, se simplifique por acuerdo de partes bajo control judicial. En este último aspecto, pueden citarse como modos de simplificación precedentes siguiendo a Maier, al juicio de faltas, al juicio por delitos de acción privada y al juicio correccional.
Bertolino y Binder han señalado que la simplificación del proceso penal implica, básica y centralmente, un problema de política criminal. Ello sin olvidar que las normas constitucionales son siempre la clave de bóveda del edificio en que consiste la “función penal del Estado” y que los procesos abreviados en cualquiera de sus modalidades han puesto siempre, por lo menos, en entredicho básicos principios y operantes garantías constitucionales.
Desde esta perspectiva, partimos del reconocimiento de la necesidad para determinados casos de concretar procesos de tramitación simplificada que den adecuada y pronta respuesta a los requerimientos de las partes tocadas por el conflicto, pero dicha simplificación debe respetar las exigencias mínimas que para el desarrollo del proceso se imponen desde el nivel constitucional.
El profesor Julio B.J. Maier ha referido que los mecanismos de simplificación del rito esconden en muchas ocasiones una profunda modificación parcial de sistema pues a través de ellos se suplanta la llamada “verdad correspondencia” (verdad histórica objetiva) por la “verdad consensual” (acuerdo de partes sobre cómo sucedieron los hechos), como base de solución del conflicto social en el que reside todo proceso penal (problema: se admite la disconformidad entre lo que ocurrió y lo que las partes acuerdan que ocurrió). Esta transformación, indica que se disimula por vía de la reducción del ámbito de aplicación de estas soluciones, ciñéndolas a los delitos leves, de mediana gravedad o delitos determinados, lo que en el fondo no evita ni disminuye la colisión teorética de principios fundantes del sistema. En un punto de inflexión, tenemos a la “verdad procesal”, que es una verdad alcanzada mediante reglas precisas y relativa sólo a los hechos y circunstancias perfilados como penalmente relevantes, es sólo una verdad aproximativa respecto del modelo ideal de la perfecta correspondencia. Se obtiene en el respeto de las reglas de enjuiciamiento y es inevitablemente limitada por ser el producto de un proceso de conocimiento que adopta como punto de partida el principio de presunción de inocencia[5]. Así, enseña Ferrajoli, sin llegar a ser verdad absoluta, se presenta como “verdad suficiente” para el proceso.-
En la línea argumental antes insinuada, sintéticamente puede decirse que hay que analizar si el juicio abreviado respeta los baremos rectores del proceso penal constitucional: contradicción, oralidad, publicidad e inmediación.-
El senador nacional Villaroel, durante el trámite parlamentario de la ley modificatoria del ritual federal marcó con claridad su oposición al juicio abreviado diciendo: “En el modelo que rige nuestro procedimiento, la persistencia de rasgos inquisitivos de la instrucción sumada a la simplificación del juicio supone el peligro de trasladar a la instrucción el peso de la decisión sobre el hecho punible, la responsabilidad del imputado y la pena aplicable, debilitando a su vez los rasgos que constituyen la garantía más importante de control de los actos de la instrucción durante el juicio, es decir, el carácter contradictorio, oral y público del debate, el principio de inmediación, la necesidad de producción íntegra de la prueba en esa etapa, etcétera...”.-
Uno de los impulsores de la iniciativa plasmada luego en la reforma legal, el diputado Cafferata Nores, discrepó argumentando en su propia Cámara de pertenencia que en el “juicio abreviado” estas etapas “mínimas” se respetan ya que hay acusación, una defensa que se ejercita por medio de un reconocimiento de participación en el delito libremente formulada y estimada conveniente a su interés por el imputado –debidamente asesorado por su defensor–; prueba que fue recibida en la investigación preparatoria y fue estimada idónea por las partes y el tribunal; sentencia que decidirá el caso fundada en dichas pruebas y en el reconocimiento corroborante del imputado; finalmente, recursos que procederán por las causales comunes.-
Bertolino ha destacado que antes de la reforma ya teníamos el juicio correccional, que es en sí mismo un procedimiento simplificado, admitiendo fórmulas de simplificación, como en el art. 408 del C.P.P.N. (o el art. 378 del actual CPPBA puede agregarse), que permite la omisión de la recepción de la prueba en la audiencia del debate con acuerdo de las partes cuando mediara confesión circunstanciada y llana del imputado. Este “saltear” la producción de la prueba bajo las condiciones precisadas no puede entenderse en términos de violación al derecho a un debido proceso.-
Se ha declamado que el propósito del “juicio abreviado” fue descongestionar el sistema judicial cuando medie acuerdo entre el Ministerio Público y la Defensa tanto respecto de los hechos delictivos, como en cuanto a la pena a imponer, argumentando además que los procesos largos perjudican al propio imputado. Cafferata Nores ha resaltado que el juicio abreviado corresponde para casos que no revistan complejidad de prueba y que su evidencia obvie la recepción de toda otra prueba por innecesaria, en los que la colectada en la investigación penal preparatoria puede dar base a la sentencia, prescindiendo de una reiteración que los sujetos esenciales del proceso reputan estéril. No se trata de un acuerdo entre partes sin sustento probatorio, sino de casos en que todo ha sido aclarado en la instrucción. En sentido concordante se pronuncia Marino Aguirre, quien refiere no encontrar censurable la extensión del proceso abreviado a los delitos de mediana entidad, cuando se trate de ilícitos sencillos de enjuiciar, tanto en su prueba como en su encuadre legal[6]. Sin ser irrazonable la opción, es decir, apuntar más que a la gravedad del hecho a su falta de complejidad para habilitar el procedimiento abreviado, a mi modo de ver, es una elección que presenta el peligro de filtración de casos graves complejos y abre la puerta hacia ellos para los aspectos que se denuncian habitualmente como más negativos del instituto.-
En voto del Tribunal Oral Criminal Federal de Mar del Plata, el Dr. Falcone indicó acertadamente que la recepción de criterios de oportunidad reglados -como el procedimiento abreviado-, establecidos en los ordenamientos procesales, debieran recogerse en el Código Penal porque hacen al ejercicio de la acción penal (coinciden, por ejemplo, Almeyra, Nazareno y Bertolino[7]). Este tipo de juicios, agregó, que en última instancia importan una negociación sobre la pena, tal vez “no sean la mejor solución en un Estado Constitucional de Derecho, pero al menos constituye un paliativo contra la mora en la resolución del conflicto penal”.
Volviendo sobre un punto antes referido, Bertolino ha dicho que el rito abreviado empalma con el derecho del ciudadano a un proceso penal “sin dilaciones indebidas”. El Estado “debe” al ciudadano un proceso, generando el “derecho” correspondiente. En el proceso abreviado no se deja a un lado el poder penal del Estado (la acción se promueve y ejercita). Sólo se renuncia a meras alternativas procedimentales, reemplazándolas por otras. Este señalamiento sobre “deber-derecho” permite recordar la aguda observación de Bruzzone sobre la distinción, es decir, ¿tengo derecho al juicio o tengo el deber de someterme al juicio?. En otras palabras, ¿tengo la obligación de ir a juicio o el juicio es un derecho renunciable?. Pese a que las objeciones que antes fueran insinuadas y seguidamente profundizaremos respecto del juicio abreviado me orientaron inicialmente hacia quienes han planteado su inconstitucionalidad y aún cuando no me he íntimamente convencido de lo contrario, el planteo de Bruzzone tiene una fuerte argumentación que provoca la necesidad de repensar la cuestión: tal vez en el fondo los reparos se han visto potenciados por la extrema extensión con que se ha legislado la posibilidad de evitar la realización del juicio, si esta se hubiera mantenido en los límites propuestos por Maier y admitiendo que esto no modificaría el planteo teórico, la resistencia eventualmente sería menor desde lo fáctico. Cerrando la línea trazada por Bruzzone debe recordarse otra de sus preguntas: si el juicio es una garantía que tengo como imputado ¿puede la garantía invocarse operando en mi contra?.-
En la misma dirección de los interrogantes referidos, brinda su contestación Alejandro Carrió diciendo: “Creo que, tal como ocurre en otras áreas, es posible concebir a la garantía que consagra que no hay pena sin juicio como algo renunciable por el imputado, en la medida en que lo haga conscientemente y con total conocimiento de sus consecuencias. La presencia del abogado defensor aconsejándolo y explicándole la magnitud del derecho al que renuncia, se vuelve aquí indispensable”[8].-
Desde el ángulo crítico, Almeyra señala entre lo más censurable del instituto:
a) la innegable coacción psíquica que envuelve la exigencia del reconocimiento de la existencia del hecho y la participación para que opere el mecanismo;
b) la imposibilidad del tribunal de aplicar una pena más grave que la solicitada por el fiscal (que le permite a éste contar con un medio de presión y negociación para obtener del imputado el reconocimiento de su autoría y culpabilidad);
c) la reducción del rol del acusador particular;
d) supone una clara regresión hacia el juzgamiento escrito y un reverdecimiento de la figura de la confesión, tan cara a la ideología del sistema inquisitivo. La instalación del juicio penal oral, importó la afirmación de dos principios que la cultura jurídica occidental ha consagrado: la publicidad de los juicios penales y la intervención personal de sus participantes. La simplificación constituye un ideal alcanzable en la medida que no resienta las cláusulas garantísticas: juicio previo e inviolabilidad de la defensa; incoercibilidad moral del imputado; estado de inocencia y carga probatoria.-
En cuanto a los pronunciamientos judiciales, son realmente pocas las voces que se han expedido en contra del juicio abreviado y, en todos los casos, se ha tratado de declaraciones de inconstitucionalidad dictadas de oficio. Las que han trascendido son las siguientes: Luis F. Niño (minoría, TOC 20, Wasylyszyn); Héctor M. Magariños[9] (minoría, TOC 23, Osorio Sosa), Ernesto Gandolfi (minoría, TOPEc 3, Dos Santos Amaral), Bistué de Soler (minoría, TOC 14, Riveiro), por unanimidad el T.O.C.Federal de Gral. Roca, Río Negro, causa Yunez.
En su voto, razona el Dr. Niño que “El llamado juicio abreviado nada tiene de juicio”, en él lo que se suprime es el “juicio” (y no del procedimiento preparatorio), que resulta ser la etapa republicana por excelencia, reclamada por nuestra Carta Magna y los instrumentos jerarquizados que constituyen el “bloque de constitucionalidad” por vía del art. 75 inc. 22. Lo que debe simplificarse es la investigación (en igual sentido, Bovino).
En igual dirección ha dicho D´Albora que: “Si no hay debate y la sentencia, aún condenatoria, puede fundarse “...en las pruebas recibidas durante la instrucción y en su caso en la admisión a que se refiere el punto 2...” queda en descubierto que no existe juicio, sino meritación apoteótica de aquélla... De esta suerte desaparece el debido proceso... cuya concreción reclama la posibilidad de una discusión que preceda al corolario decisor... Se da la paradoja de que sea un “juicio abreviado” en que no hay “juicio”...”.-
En la opinión de Schünemann, a través de la práctica de los acuerdos florece disimuladamente “la apoteosis de la instrucción”, es decir, “la renuncia al juicio oral y por la condena basada solamente en el reconocimiento, parcial o total, por parte del acusado, del contenido de la instrucción”.
Precisando el agravio constitucional, D´Albora indica que la incompatibilidad del juicio abreviado con la Constitución Nacional, “...transita por la agresión soportada por los arts. 18, 28 y 33... la inviolabilidad de la defensa se esfuma cuando se reclama la conformidad del imputado... sobre ciertos recaudos del requerimiento fiscal; sobre todo porque resulta obvio que se menoscaba su derecho a contradecir los extremos de la acusación... al resultar factible que se respalde una condena en la actividad cumplida en la etapa instructoria...”.-
Destaca Niño que del trámite parlamentario resulta, en palabras del diputado Cafferata Nores, que los objetivos que avalarían la reforma son:
1) una más racional distribución de los recursos afectados por el Estado al proceso penal;
2) acelerar las condenas en un sistema que tiene más presos sin ellas que cumpliéndolas;
3) agilizar los procesos penales;
4) abaratar los costos del juicio penal;
5) aliviar la situación de los tribunales orales, saturados de causas a resolver;
6) consultar el interés del acusado, que mediante la colaboración prestada en el acuerdo puede obtener una reducción de la pena dentro de los límites de la escala.
Frente a un conjunto de metas utilitarias beneficiosas para el sistema penal, dice Niño, sólo la última es de cara al imputado, obteniéndose en consecuencia “muchas condenas rápidas y baratas, disminución del trabajo de los magistrados y el acto de fe de los condenados, consistente en persuadirse de haber logrado una disminución en el monto de la pena virtualmente adjudicable, a cambio de confesión o reconocimiento de culpabilidad”. Marino Aguirre, por su parte, apunta que el carácter inequívocamente transaccional del acuerdo, permite variados beneficios al imputado: una pena sensiblemente menor a la que de modo regular recibiría de concurrir al juicio oral y público; se ahorra gastos de honorarios en asistencia letrada que serían sensiblemente superiores en caso de realizarse el juicio; evita la exposición pública (“pena del banquillo”) y obtiene una respuesta jurisdiccional en menor tiempo. Aclara, naturalmente, que “Todo ello debe, de manera inexorable, valorarse desde el análisis que el imputado y su abogado defensor realizan sobre las probabilidades ciertas de arribarse a una condena si decidieran ejercer su derecho al juicio propiamente dicho”[10].-
Volviendo sobre la confesión o reconocimiento de culpabilidad, esta circunstancia violenta el art. 8, numerales 2, literal “g”, y 3 de la CADH y el art. 14, numeral 3, literal “g” del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ONU) y podría haberse obviado. Ejemplos: códigos de Buenos Aires y Neuquén, así como el “proceso monitorio” del Proyecto de Maier de 1986. Para salvar la objeción dice Cafferata Nores: “La confesión no es determinante; la confesión es corroborante de la prueba que se ha recibido en la instrucción”.-
Bertolino propone una interpretación conciliadora: la conformidad debe alcanzar a la existencia del hecho, la calificación y la participación. La inteligencia a realizar respecto del texto legal “no debiera ir más allá de la literal: la conjunción semántica de “conformidad” (asentimiento) y “participación” (tener parte en el hecho) la cual, junto a la sistemática “a contrario” (art. 408 que sí menta la confesión), pareciera excluir el requisito sine qua non de una confesión prestada llana y circunstanciadamente... esta interpretación se compadece mejor -finalísticamente- con lo dispuesto en el último párrafo del numeral 4 ya que, de frustrarse la vía abreviada, no habría que “remontar” en el orden real una cabal confesión y a pesar de que la ley diga formalmente que “no será tomada como indicio en su contra”...”.-
En previas publicaciones formulé una propuesta “de lege ferenda”, válida naturalmente para la praxis judicial: es el encausado quien debidamente asistido debiera impulsar la opción por el juicio abreviado y no el representante del Ministerio Público quien convoque y proponga (la idea ha sido destacada por Alejandro Carrió[11] y se han manifestado condordantes Castejón y Tenca –para quien debiera ofrecerse por escrito una pena determinada y el modo de ser cumplida, debiéndose el Fiscal limitar a aceptar o no la propuesta-[12]). El original “pattegiamento” italiano (Ley 689 del 24/11/81), que consistía básicamente en la sustitución de la pena de prisión por otras sanciones (semidetención, libertad vigilada, sanción pecuniaria), sólo podía ser solicitado por el imputado y requería la conformidad del fiscal con su aplicación.-
A diferencia del sistema estadounidense (plea bargaining), no se contempla la posibilidad de que el fiscal prescinda de determinadas calificaciones (“charge bargain”), lo que fuerza a que ingrese a la negociación con un monto de pena virtual superior al mínimo porque, de lo contrario, nada tendría para otorgar al eventual consentidor.-
Según Magariños el procedimiento incorporado por Ley 24.825 presenta las características básicas del “sentence bargain” (lo negociado es la pena), “...toda vez que la renuncia a un juicio sobre la culpabilidad que efectúa el imputado tiene como correlato una negociación del monto o la gravedad de la pena a imponer, a partir de la que se pueda estimar que se determinaría en caso de recaer una condena dictada luego de la realización de un juicio oral, público, contradictorio y continuo”.-
Apunta D´Albora algo que me parece de interés destacar, máxime si tenemos en cuenta para el cotejo el funcionamiento del instituto del derecho estadounidense. Esto es que bajo la apariencia del sistema acusatorio –sublimado, con equívoco, por el pacto cuando su esencia pasa por la distinción entre órgano requirente y decisor— se encierra una fórmula de alto contenido inquisitivo, pues se utiliza una verdadera coacción sobre el acusado, a quien se coloca frente al dilema de aceptar el trámite acelerado o afrontar el riesgo de una condena mayor, si opta por el juicio común; se cuelan resquicios coercitivos en desmedro de su libre determinación.-
John H. Langbein, reflexionando sobre la desaparición en la práctica del juicio por jurados en Estados Unidos se refiere críticamente a dicho pariente mediato. Aclara que en los tribunales estatales -que son los que intervienen en la mayoría de los casos penales-, el 95 % de los delitos son resueltos sin juicio; en el 91 % de los casos se impone la condena a través de la práctica del plea bargaining y el 4 % restante en un juicio sin jurados. No se está respetando el imperativo constitucional norteamericano y el sistema, en términos reales, opera por la intimidación. En sus dos versiones (charge bargain o negociación sobre el hecho imputado y sentence bargain o negociación sobre la pena), la práctica del plea bargaining consiste en obligar al acusado a resignar su derecho a un juicio por jurados, amenazándolo con una pena sustancialmente mayor en el caso de que decida ejercer su derecho. Así, se suprime tanto al juicio como al jurado y se pierden en el camino las virtudes de estos últimos: la publicidad republicana del juicio y el límite al poder del funcionario estatal (y al Estado mismo) que supone la intervención de un jurado, sin olvidar la creación de estadísticas penales absolutamente ficticias (la “deshonestidad” del instituto), fruto no de la realidad sino de la negociación, lo que ha provocado la práctica general de preferir los registros de arrestos a los de condenas.-
Una visión encontrada proporciona Gerard E. Lynch, para quien las soluciones negociadas difícilmente resultan divorciadas de los méritos del caso, no son producto de un regateo de bazar ni percibidas intrínsecamente como indulgentes, sino que implican un proceso diferente de resolución de conflictos sociales en el que el fiscal actúa como un funcionario administrativo que toma decisiones que determinan, en primer lugar, si el acusado será sujeto a una sanción y, de ser así, cuál será el monto de la pena que debe ser impuesta. En su parecer el “fiscal no interviene en este proceso como un juzgador imparcial acerca de los hechos que resuelve las diferencias presentadas por las contrapartes, tampoco como representantes de un interés que negocia en igualdad de condiciones con su contraparte, sino como un inquisidor buscando un resultado “correcto”. Los imputados influyen en la decisión presentando argumentos y pruebas a quien toma la decisión -el fiscal-, quien puede otorgarles el valor que considera que realmente merecen. En este sistema, el juicio por jurados representa una suerte de revisión judicial, en la que el acusado que no está de acuerdo con la decisión administrativa tomada por el fiscal posee el derecho de lograr una nueva revisión de la decisión ante un órgano judicial”[13].
La justificación proporcionada por la C.S.J. estadounidense al plea bargaining ha sido plenamente coherente con el clásico pragmatismo norteamericano: el sistema judicial debiera crecer desmesuradamente si todos los casos fueran sometidos a un juicio completo. Es decir, hay una razón instrumental: no se puede afrontar financieramente la exigencia constitucional. Como dice el mencionado Lynch al abordar la discrecionalidad del fiscal estadounidense, esta “suele ser defendida como una suerte de necesidad desagradable. Así como existen demasiados casos penales para que todos puedan ser resueltos en juicio –y por ello se necesita el plea bargaining-, también existen demasiados delitos para que todos puedan convertirse en casos penales. Los recursos limitados requieren, inexorablemente, la elección del fiscal”[14]. El ministro de la C.S.J. Burger en la causa “Santobello vs. N.Y.”, destacó que bajar el índice referido al 80 % exigiría duplicar la estructura del sistema, mientras que hacerlo hasta el 70 % importaría tener que triplicarlo. Dicha justificación se ha desarrollado a partir del caso “Patton vs. U.S.” (281 U.S. 276) de 1930. La doctrina jurisprudencial consagrada con base en la Sexta Enmienda de la Const. de USA interpreta que el juicio previo a una sentencia de condena es sólo un derecho o “valioso privilegio” renunciable por un acusado y no una exigencia de carácter institucional.
Magariños advierte que es incompatible trasladar una interpretación semejante a nuestra Carta Magna, cuando dice: “...dado que la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena a la sustanciación de un “juicio previo”, y que dicho juicio debe observar, según la misma Ley Suprema, ciertos requisitos, incumplidos estos requisitos –o algunos de ellos— no hay posibilidades de aplicación válida de una sanción penal. Tales requisitos constituyen, en suma, garantías constitucionales de los ciudadanos frente a toda pretensión punitiva del Estado”.-
Un dato adicional al momento de ponderar el sistema americano, que situamos como respondiendo al patrón del “modelo de la disputa”. Indica Máximo Langer que cifras estadísticas del año 1992, revelan que del 100 % del gasto anual de Estados Unidos en su sistema criminal, más de la mitad va a las policías y fiscalías para que conjuntamente preparen los “casos de la acusación”, en tanto que la defensa de indigentes (que asume alrededor del 80 % de los acusados de haber cometido delitos) sólo recibió el 2 % para investigar y preparar los “casos de la defensa”. Tales desigualdades materiales hacen difícil imaginar en qué condiciones llegan fiscales y defensores a negociar reconocimientos de culpabilidad a cambio de desistimientos de cargos y/o reducciones de penas.

IV. A modo de síntesis conclusiva:
Recordando que durante casi cien años en el ámbito nacional se pregonó por la necesidad de adoptar un sistema de enjuiciamiento oral que permitiera superar los defectos propios del escrito e inquisitivo Código de Obarrio (y que algo similar pudiera afirmarse en el ámbito bonaerense, donde finalmente se consagró una reforma más ajustada al proceso acusatorio), sería conveniente repensar:
· si es verdaderamente tan gravoso cumplir con el ideal del juicio oral y el modelo acusatorio,
· si la política procesal puede validarse por meras cuestiones utilitarias,
· si penas de hasta seis u ocho años de prisión (como en la Nación o en la Pcia. de Buenos Aires, respectivamente), responden al patrón de “delitos menos graves”,
· si confesiones sutilmente coaccionadas son respetuosas de las garantías constitucionales.
Pero, renglón seguido, también definir:
· si estamos dispuestos a asumir un modelo de proceso acusatorio en el marco del “modelo de la disputa” o mantenernos a mitad de camino entre aquél y el “modelo de la investigación” propio del inquisitivo,
· si el acusado tiene la obligación de ir a juicio o si es para él un derecho renunciable,
· si el imputado debe someterse a la “pena del banquillo” o si, de la misma manera que puede renunciar a no declarar en su contra, puede por similares motivos renunciar directamente al juicio en el que declarará en su contra (la idea de Bruzzone: nunca se pueden utilizar los derechos y garantías del imputado en su contra).
Con esto, entiendo que se satisface el objetivo propuesto de inicio, es decir, simplemente dedicar un momento a reflexionar sobre este tema, aportando una sintética visión de las opiniones a favor y en contra del llamado “juicio abreviado” con la intención de provocar que no olvidemos por la cotidianeidad de la convivencia con dicho instituto los problemas que presenta.
Una observación final: nuestros tribunales hacen uso de la nueva herramienta sin mayores cuestionamientos bajo el imperativo de la necesidad y en el convencimiento de “solucionar conflictos” aunque sea en modo no ideal. La extensión de su aplicación, que pasa a transformar a la vía abreviada no en alternativa, sino casi en principal, exige se procure ajustar su práctica en función del marco que permite el orden constitucional.

* El texto corresponde a la conferencia sobre el tema que fuera brindada en el marco del “Ciclo de Conferencias sobre Derecho Procesal Constitucional” organizado por el Instituto de Derecho Procesal Constitucional del Colegio de Abogados de Mar del Plata y la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata, realizado en sede de esta última, con fecha 29 de mayo de 2001. Se ha seguido básicamente y con las actualizaciones del caso, el desarrollo efectuado en la obra “Cuestiones de Derecho Penal y Procesal Penal Tributario”, Ediar, Bs.As., 1999, págs. 216/253 (al que me remito en orden al detalle de la bibliografía y material consultado al respecto). En el presente sólo han sido agregadas algunas de las publicaciones posteriores, de las que se hace mención en nota al pié.
** Profesor de Derecho Penal, U.N.M.D.P., UFastaMDP y U.A.A., Anexo IV, MDP. Juez de la Cámara de Apelaciones y Garantías en lo Penal del Depto. Judicial Mar del Plata.
[1] Para profundizar este tema puede consultarse el trabajo de Gustavo A. Bruzzone titulado “Juicio abreviado y suspensión de juicio a prueba: una solución equivocada pero con importantes derivaciones”, pub. en La Ley, SJP, 23/2/01, pág. 17 y ss.
[2] Al respecto me he extendido en Riquert-Cistoldi-Celsi, “Justicia de Garantías, de Ejecución y Ministerio Público”, EDIAR, Bs.As., 2001, cap. 1, págs. 14/20.
[3] Puede confrontarse su trabajo “La dicotomía acusatorio-inquisitivo y la importanción de mecanismos procesales de la tradición jurídica anglosajona. Algunas reflexiones a partir del procedimiento abreviado”, pub. en el medioi virtual Suplemento Penal de ElDial.com, Albremática, 2001.
[4] Carrió, Alejandro: “Garantías constitucionales en el proceso penal”, Hammurabi, Bs.As., 4º edición, 2000, pág. 98.
[5] Puede ampliarse la cuestión en el trabajo de Nicolás Guzmán titulado “La verdad y el procedimiento abreviado”, pub. en la revista virtual “Prudentia Iuris”, Nº 53, en elDial.com, Albremática, 2001.
[6] Santiago Marino Aguirre, “El juicio penal abreviado”, Abeledo-Perrot, Bs.As., 2001, pág. 135. Así, destaca por confrontación con el sistema federal, el caso de bonaerense en que la estimación de pena es de ocho años o el cordobés, que no tiene limitación de penas.
[7] Bertolino señala que el juicio abreviado incide en el derecho de fondo pues toca “su alcance, (en relación con la disponibilidad o no, del ius puniendi); su vigencia, (en vinculación, expresa o implícita, del principio de oportunidad); y su materialidad, (en contacto con uno de los campos posibles de actuación, la criminalidad de bagatela)”.-
[8] Carrió, op.cit., pág. 97.
[9] Puede consultarse además su artículo “El juicio previo de la Constitución Nacional y el juicio abreviado”, pub. en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Año V, Nº 9-B, 1999, págs. 77/105.
[10] Ob.cit., pág. 136.
[11] En la última edición de su obra “Garantías constitucionales en el proceso penal”, antes citada.
[12] Tenca, en su trabajo “El juicio abreviado: la visión de un defensor a dos años del nuevo instituto”, pub. en La Ley Buenos Aires, T. 2000, págs. 215 y ss.
[13] Lynch, Gerard E.: “Plea bargaining: el sistema no contradictorio de justicia penal en Estados Unidos”, pub. en N.D.P., T. 1998-A, Editores del Puerto, Bs.As., Sección “Debates”, págs. 312/313.
[14] Lynch, antes citado, pág. 314.