viernes, 20 de septiembre de 2013

TCPBA PLENARIO SOBRE SUSPENSIÓN DEL JUICIO A PRUEBA

Causa N° 52.274 – 52.462 “B. L. E. y otro s/ Recurso de Queja (Art. 433 CPP)” y su acumulada – Pedido de Acuerdo Plenario ACUERDO En la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, a los 9 días del mes de septiembre de 2013, reunidos en Tribunal Pleno los señores jueces del Tribunal de Casación Penal, Dres. Carlos Angel Natiello, Benjamín Ramón Sal Llargués, Horacio Daniel Piombo, Jorge Hugo Celesia, Fernando Luis María Mancini, Carlos Alberto Mahiques, Víctor Horacio Violini, Ricardo Borinsky, Daniel Carral, Mario Eduardo Kohan, Martín Manuel Ordoqui, Ricardo Ramón Maidana, y Federico Guillermo José Domínguez, Presidente del Tribunal, para resolver en la causa N° 52.274 caratulada “B., L. E. y O., A. R. s/ Recurso de Queja (Art. 433 C.P.P.)” y su acumulada causa N° 52.462 caratulada “C., L. y B., A. M. s/ Recurso de Queja (Art. 433 C.P.P.)”. Practicado el sorteo de ley resultó que en la votación debía observarse el siguiente orden: SAL LARGUES (primer término por la posición que resultara mayoritaria surgida del debate) - MANCINI (primer término por la posición que resultara minoritaria surgida del debate) – ORDOQUI – MAIDANA – KOHAN – NATIELLO – VIOLINI – CARRAL – BORINSKY - MAHIQUES – CELESIA – PIOMBO y en los términos del art. 5° inc. c) del Reglamento Interno DOMÍNGUEZ (ref. Acuerdo de fecha 25 de Abril de 2013). Cumplidos los trámites de rigor, y de acuerdo al Acta de fecha 27 de Agosto de 2013 por mayoría absoluta, corresponde plantear y votar las siguientes: CUESTIONES Primera: ¿Es sentencia equiparable a definitiva la resolución que deniega la suspensión del juicio a prueba prevista en el artículo 76 bis del Código Penal? Segunda: ¿Es posible la suspensión de juicio a prueba en los casos de condena de ejecución condicional o pena máxima que no supere los tres años? Tercera: ¿Es procedente la aplicación del instituto de la suspensión del juicio a prueba para aquellos delitos que tienen prevista pena de inhabilitación como principal, conjunta o alternativa? Cuarta: ¿Es necesaria la anuencia del fiscal en todos los supuestos contemplados en la norma del artículo 76 bis del Código Penal? VOTACIÓN A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Sal Llargués, dijo: Para responder a la pregunta es inevitable revisar la naturaleza del instituto de la suspensión del juicio a prueba, cuya aplicación fuera denegada en resolución que ahora se somete al control del Pleno del Tribunal, ello a la luz de los problemas que plantea su recepción legal en el digesto penal nacional. Lo que resulta claro es que es un diverso modo procesal de abordar la solución del conflicto de los que trata el Código de forma entre los procedimientos especiales. Este abordaje necesariamente implica algunas reflexiones sobre temas colindantes no traídos a la discusión por el solicitante pero cuya consideración se hace insoslayable para dar completividad legal y lógica al análisis que propongo. Aun cuando resulte obvio, es necesario acudir al texto de la norma en trato del Código Penal de la Nación. Ello porque – como es sabido - el primer criterio de interpretación legal es el del límite de resistencia semántico, esto es que no puede darse a la ley un sentido diferente de lo que la misma – a la luz del significado de las palabras que la expresan – quiere decir. Así, es necesario repasar el texto del artículo que creara el instituto en el Código Penal Argentino por imperio de la ley n°24.316 de mayo de 1994. “Artículo 76 bis. El imputado de un delito de acción pública reprimido con pena de reclusión o prisión cuyo máximo no exceda de tres años, podrá solicitar la suspensión del juicio a prueba. En los casos de concurso de delitos, el imputado también podrá solicitar la suspensión del juicio a prueba si el máximo de la pena de reclusión o prisión aplicable no excediese de tres años. Al presentar la solicitud, el imputado deberá ofrecer hacerse cargo de la reparación del daño en la medida de lo posible, sin que ello implique confesión ni reconocimiento de la responsabilidad civil correspondiente. El juez decidirá sobre la razonabilidad del ofrecimiento en resolución fundada. La parte damnificada podrá aceptar o no la reparación ofrecida, y en este último caso, si la realización del juicio se suspendiere, tendrá habilitada la acción civil correspondiente. Si las circunstancias del caso permitieran dejar en suspenso el cumplimiento de la condena aplicable, y hubiese consentimiento del fiscal, el tribunal podrá suspender la realización del juicio. Si el delito o alguno de los delitos que integran el concurso estuviera reprimido con pena de multa aplicable en forma conjunta o alternativa con la de prisión, será condición, además, que se pague el mínimo de la multa correspondiente. El imputado deberá abandonar a favor del Estado, los bienes que presumiblemente resultarían decomisados en caso que recayera condena. No procederá la suspensión del juicio a prueba cuando un funcionario público, en el ejercicio de sus funciones, hubiese participado del delito. Tampoco procederá la suspensión del juicio a prueba respecto de los delitos reprimidos con pena de inhabilitación. Tampoco procederá la suspensión del juicio a prueba respecto de los ilícitos reprimidos por las Leyes 22.415 y 24.769 y sus respectivas modificaciones.” ( los destacados no están en el original ). Me he permitido señalizar cuatro párrafos de la disposición puesto que el artículo comienza estableciendo los supuestos en que procede el instituto y así sigue el derrotero lógico de toda articulación procesal que es determinar primero el ámbito de su aplicación, o lo que es lo mismo, cuándo puede solicitarse. Esto que digo resulta claro puesto que en los tres primeros párrafos del artículo en trato la norma se refiere a los supuestos en que el imputado puede solicitar la suspensión y de qué modo debe canalizar esa solicitud. El primer párrafo de la norma se refiere al más básico de los supuestos en que puede el imputado solicitar la suspensión del juicio a prueba, que es en el que se impute una infracción conminada con pena privativa de libertad que no exceda los tres años. El segundo párrafo prevé la concurrencia de delitos y establece que aún cuando el máximo aplicable conforme a la norma del art. 55 del mismo texto de fondo exceda ese guarismo, la suspensión podrá ser solicitada ( y “ a fortiori “ procederá ) si el mínimo ( en la hermenéutica de la norma el mínimo mayor) permite dejar en suspenso la pena, es decir, cuando no exceda los tres años de pena privativa de libertad. Es claro que la referencia a la pena aplicable - conforme al criterio de interpretación más restrictivo de penalidad inserto en el art. 3 del rito - remite a la que el juez estime en concreto y con prescindencia de la eventual excedencia del guarismo de los tres años en el máximo amenazado y que – conforme al mentado art. 26 C.P. – pueda ser dejada en suspenso. No se refiere a la pena “ en abstracto “ sino a “ la pena aplicable “, esto es, la pena concreta que – en el caso contingente – estime justa. De tal suerte, el guarismo de tres años no resulta infranqueable por razón del concurso real. Nótese que el primer párrafo alude claramente al máximo amenazado por la figura en tanto que el segundo párrafo se refiere a la pena “aplicable” con lo que ese límite – reitero - no es infranqueable a la luz de este segundo supuesto. Como puede apreciarse, ambas hipótesis – párrafos primero y segundo - reconducen al guarismo de tres años como límite dirimente en orden a la concesión de la suspensión del juicio a prueba que es el mismo que la ley – en el art. 26 del Código Penal – establece como pauta de procedencia de la condenación condicional. Como puede advertirse también sin dificultad, ambos institutos establecen su procedencia en supuestos en que la pena a aplicar no exceda de tres años. Discernidos los casos en que procede, es el cuarto párrafo el que establece la pauta que permite al tribunal acceder a esa solicitud y que no es otra que la evaluación de que la pena a aplicar – conforme a las circunstancias del caso - pueda ser dejada en suspenso en los términos del art. 26 del Código Penal y que medie consentimiento del Fiscal. Pero esto que digo tiene como derivación necesaria la pregunta relativa a la intervención del ministerio público fiscal en el instituto que – en mi sentir – tiene todo que ver con la naturaleza que le asigno. Sostuve en un añoso precedente (causa n° 2.811) que:"... La suspensión del juicio a prueba, tal como está legislada en el Código Penal constituye un modo de extinción de la acción penal. Presume la conformidad de su titular que —con esa aquiescencia— resigna su ejercicio en aras de la resolución del conflicto que la generó. Esa resolución del conflicto es —obvio es decirlo— la télesis de toda intervención jurídica. La felicidad o infelicidad en esa faena es por cierto discutible cuando se trata de la intervención penal, caracterizada por la amenaza de la pena y —en ocasiones— por la irrecuperabilidad del bien jurídico afectado. De allí que —tratándose de conflictos de menor envergadura los que se pueden sujetar a la suspensión— resulta posible imaginar que esta institución legislativa propenda a lograr la efectiva solución de los mismos. La situación ideal que inspira ese instituto, es el acuerdo entre ofensor y ofendido y la conformidad del titular de la acción que —de tal suerte— puede extinguirse. La norma del artículo 76 bis del Código Penal tiende a ese acuerdo esencial y definitivo: la disolución del conflicto que el infractor generara. Se encuentra ante una persona imputada de un delito menor, que pretende "...hacerse cargo de la reparación del daño en la medida de lo posible..." (art. 76 bis C.P. tercer párrafo) que se somete a las reglas de conducta que le sean impuestas (art. 76 ter C.P. primer párrafo) y que se compromete a no cometer un nuevo delito (cuarto párrafo del último artículo citado). Allí, la intervención estatal resultaría sobrando. No tendría sentido una represión que fuera más allá de lo que la propia víctima reclame. En ocasión de expedirme sobre aspectos colaterales del instituto he afirmado que constituye una forma larvada de disponibilidad estatal de la acción penal. En el caso en examen se verifica una situación en la que el pretensor estatal presta su conformidad para que la acción de la que es titular, se extinga. Ello importa la decisión del Estado -por parte del funcionario autorizado para ello— de resignar su intervención ante la clara evidencia de que esa solución es la mejor en aras de resolver el conflicto. Esa decisión —cabe reiterarlo— es decisión del Estado y —como se deja dicho— se limita a negar su intervención penal. En esa decisión —como lo sostiene la recurrente— no puede intervenir el ofendido puesto que éste no puede disponer sino de las acciones que expresamente le han sido confiadas en su instancia y prosecución (art. 73 del C.P.)...". En este contexto carece de sentido sostener que existan supuestos en que no interesa la opinión del acusador estatal. Si el efecto definitivo del instituto es la extinción de la acción, entonces el Estado titular de las acciones que pueden ser involucradas en el instituto, a la luz de la actividad de su representante, es elemento indisputable de la cuestión. Contingente – en cambio – resulta el sujeto pasivo o el damnificado que, como se ha señalado, puede desinteresarse en esta instancia o acudir a la civil. De tal suerte puede caracterizarse al instituto como un procedimiento especial aplicable a delitos menores que procura evitar la realización de los juicios mediante un acuerdo de partes en las que el imputado queda comprometido a la observación de las reglas de conducta que se hayan convenido. Su sujeción a las mismas lleva a la extinción de la acción. Eventualmente también incluye la reparación del daño. El valladar a superar para votar por la afirmativa en la cuestión primera de este plenario lo constituye la disposición del art. 450 del ceremonial provincial respecto de la calidad de los decisorios que revisa – en principio - limita la competencia de este Cuerpo a los definitivos. Luego alude a una serie de decisiones a las que equipara a la sentencia definitiva. El sistema que el legislador provincial adoptó para establecer esa limitación es deficiente puesto que – comenzando por referirse a los supuestos expresamente casables por estar “ especialmente previstos “ se refiere a las sentencias definitivas aclarando desde la reforma de la ley n° 13.812 de abril de 2008, sean estas habidas en juicio oral, abreviado y directísimo en lo criminal como a las producidas en Hábeas Corpus originados ante las Cámaras de Apelación y Garantías. Luego establece que también procederá contra autos dictados por esas Cámaras que revoquen los de primera instancia cuando a) pongan fin a la acción, b) pongan fin a la pena, c) pongan fin a una medida de seguridad o corrección, o imposibiliten que continúen d) o denieguen la extinción o suspensión de la pena o el pedido de sobreseimiento en el caso en que se haya aducido la extinción de la acción penal. Finalmente sostiene que también podrá interponerse respecto de autos de las Cámaras que denieguen la libertad personal, incluso en la etapa de ejecución. Esta vastedad de resoluciones recurribles ante la casación contrasta con el confesado objetivo de quienes planificaran este procedimiento que esperaban que la materia se redujera prácticamente a las sentencias definitivas ( así Chiara Díaz en el “ Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires Comentado " Ed. Rubinzal Culzoni Santa Fé, 6 de mayo de 1997 pág. 429 y siguientes ). Pero es claro que desde esa concepción estrecha del recurso propio ha pasado mucha agua bajo el puente. En cuanto a la caracterización del mismo cabe destacar la influencia de los fallos “ H. U. “ de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y “ C. “ de la Corte Suprema de la Nación y la condigna reforma del ritual a que me he referido en el rubro de la admisibilidad, que consolidaran el derecho al recurso con el diseño de un remedio amplio y sencillo que permita satisfacer la búsqueda de mejor derecho en forma efectiva. La noción de resolución equiparable a sentencia definitiva alumbrada por la Casación Nacional respecto de una norma de procedimiento de parecida factura ( art. 457 C.P.P.N. “ A. “ Sala 3 18-9-95, “ O “ Sala 1 19-3.96, “M. “ Sala 1 11-7-96 entre las primeras ) resulta francamente redundante puesto que la casuística que ahora propone la norma permite afirmar sin esfuerzo que una resolución que deniega la suspensión del juicio a prueba es de aquellas que por su naturaleza – en el supuesto para el que fuera diseñada - imposibilita que continúe la acción penal instaurada. Esta equiparación evidente no es sin embargo la única razón que aconseja su recepción en esta instancia puesto que – como hemos sostenido recientemente con el Dr. Carral en causa n° 54.917 – de no hacer lugar a los reclamos de intervención se causaría un perjuicio de imposible reparación ulterior por quien la solicita que resultaría inexorablemente obligado a afrontar el juicio. En esto no hemos hecho sino seguir el derrotero señalado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación que ha sostenido en supuestos equivalentes “…que la tutela de los derechos que se invocan no podría hacerse efectiva en una oportunidad procesal posterior…” ( CSJN LL 1998-E-343) y más adelante “…si bien la resolución que rechazó el recurso de casación contra la decisión que no había hecho lugar a la solicitud de suspensión del proceso a prueba no constituye, en principio, sentencia definitiva, corresponde equipararla a aquella en la medida que origina agravios cuya enmienda en la oportunidad procesal que se lo invoca, exhiben prima facie entidad bastante para conducir a un resultado diverso del juicio, por lo que de ser mantenidos generaríanse consecuencias de insuficiente o imposible reparación ulterior…” ( CSJN LL 2003-B-839 ). Esto desplaza toda razón que acuda a argumentos formales para negar el acceso de esta temática a la revisión por este Tribunal. En efecto, la dinámica en que puede plantearse la solicitud está reglada por la norma del art. 404 del ceremonial y de ella resulta que la misma se puede articular desde la recepción de la declaración del imputado en los términos del art. 308 de ese digesto y hasta treinta días antes “ de la fecha fijada para la audiencia del debate oral.”. En todo ese iter podrían considerarse operativas diversas normas que se refieren a limitaciones a la posibilidad de impugnar distintas resoluciones. Tal sería el caso de los arts. 338 ó 429 a la luz de la norma del primer párrafo del art. 421. Sin embargo es la razonabilidad republicana la que impone aventar esa supuesta vía puesto que – como resulta de los fallos de la Corte Federal citados – la inimpugnabilidad de una negativa a suspender el juicio a prueba obligaría a celebrarlo tornándose ilusorio el reclamo. Esta es la raíz de la razón material que abre el recurso propio puesto que su rechazo por esa nuda argumentación formal importaría un gravamen de imposible reparación ulterior. Ello me lleva a pronunciarme por la afirmativa respecto de la cuestión traída al pleno. También en el rubro de la admisibilidad, la norma del art. 76 bis C.P. penúltimo párrafo dispone que “ tampoco procederá la suspensión del juicio a prueba respecto de los delitos reprimidos con pena de inhabilitación.”. Esto ha generado disímiles pronunciamientos que cabría aventar aquí. Tanto es esto así que en esta causa n° 52.274 en la que se ha planteado esta controversia entre decisiones de diferentes Salas de este Tribunal la Sra. Fiscal Adjunta ante el mismo, Dra. Alejandra Marcela Moretti postula su rechazo y colaciona fallos que han declarado la inadmisibilidad del instituto en atención a que la infracción en ellos contenida contemplaba la pena de inhabilitación. Esta era la posición del firmante hasta que las razones que expusiera mi colega en la actual Sala I, Dr. Daniel Carral en la causa n° 54.838 de la Sala que ahora integramos ambos, hicieran que revisara mi postura. Dijo allí mi distinguido compañero de Sala: “Tal como se desprende de los antecedentes del caso, la decisión jurisdiccional originaria rechazó el pedido de suspensión del juicio a prueba a partir de la oposición del ministerio público fiscal a la procedibilidad de tal instituto, apoyando su escueta opinión en que la adecuación típica de los hechos bajo examen ingresaba en una figura que prevé la pena de inhabilitación en forma conjunta. Dicho pronunciamiento mereció la confirmación de la alzada departamental que, en líneas generales, cobijó el mismo razonamiento del magistrado de origen. Cuestiones de calificación a un lado, debe partirse en el análisis desde la coincidencia doctrinaria en que “lo único que tienen en común la decisión del tribunal y la opinión del fiscal es que ambas deben ser fundadas y controlables según criterios de legalidad y razonabilidad….” (Bovino, Alberto “La suspensión del procedimiento penal a prueba en el Código Penal Argentino” Ed. Del Puerto, Bs. As., 2001 pág. 155). Incluso no huelga recordar que en el controvertido plenario “ K.“ – de la Casación Nacional – se afirmaba desde la mayoría, que “ la oposición del Ministerio Público Fiscal se halla sujeta al control de logicidad y fundamentación por el tribunal…”. Desde este prisma de análisis, la oposición fiscal que pretende ampararse en la pena de inhabilitación que prevé como sanción conjunta la calificación asignada a los hechos enrostrados, desconoce la doctrina sentada por nuestro máximo intérprete constitucional que, a partir del fallo “ N., J. B. s/ recurso de hecho “ (sentencia del 23 de abril de 2008, N. 326. XLI)., se expidió sobre la procedencia de instituto de marras en un supuesto de infracción al art. 302 del C.P. que, al igual que el caso que nos ocupa, prevé también una pena conjunta de inhabilitación, remitiéndose en lo demás al sentido de interpretación que debe regir para la aplicación de la suspensión del juicio a prueba, a los postulados vertidos en el fallo “A., A. E.” de igual fecha que el anteriormente citado y que prohijó la aplicación de la conocida como “ tesis amplia”“ en esta materia. En consecuencia, la interpretación legal sostenida por el órgano acusador respecto del alcance del art. 76 bis en el caso concreto – y que el tribunal “ a quo” hizo propia al considerarla suficiente valladar -, no luce ajustada a derecho, cuando el argumento rector de la decisión se apoyó exclusivamente en la pena conjunta de inhabilitación que conlleva la infracción penal enrostrada. Desde la doctrina judicial se ha sostenido que: “para que la decisión de disponerla o rechazarla [a la suspensión del juicio a prueba] no sea el producto de las más absoluta discrecionalidad (fiscal ni judicial), es importante que, en los casos del cuarto párrafo del art. 76 bis del C.P., se determine la existencia de los siguientes tres requisitos legales:1) la posibilidad de condena condicional en el caso concreto; 2) que el mínimo de esa especie de pena previsto en el tipo penal en juego no supere los tres años; 3) que el imputado carezca de condenas penales computables que impidan la condicionalidad…” ( cfr. Cámara Nacional de Casación Penal, sala IV, causa n° 10.858, “ Soto García, José María y otros, rta. el 12/08/2009; “ Fogel, Eugenio Jaime”, causa n° 10.895, rta. el 15/09/2009 ). En consecuencia, más allá de las facultades potestativas del ministerio público fiscal, existe una obligación jurisdiccional insoslayable como necesario control de legalidad que, en este particular, debe verificar la existencia de los presupuestos que habilitan la procedencia del instituto de suspensión del juicio a prueba, y en su caso, bajo la intelección de la procedibilidad de tal instituto es un “ derecho “, condicionado, pero un derecho al fin, debe entenderse que en caso de corresponder amerita su procedencia cualquiera fuere la opinión del representante del ministerio fiscal. A mi modo de ver, esta interpretación es la que acota todo margen de arbitrariedad y permite al mismo tiempo que la finalidad del instituto de la suspensión del juicio a prueba no se vea desnaturalizada. Finalmente, y en función de los argumentos expuestos, entiendo que la resolución en crisis exhibe un apartamiento de los standares de interpretación de la ley penal consagrados particularmente en el precedente “Acosta” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, lo que en definitiva descalifica a la resolución impugnada como un acto jurisdiccional válido, por lo que propongo al Acuerdo declarar admisible, sin costas, la queja interpuesta…”. En ese mismo sentido se expidieron los otrora integrantes de la Sala III –con el Dr. Carral- Dres. Borinsky y Violini. Ese voto, como adelantara, concitó la adhesión del firmante con el siguiente agregado: “Sostuve en causa n°6.087 en lo pertinente: “Excepto en lo que se refiere a la asimilación que hace el recurrente al juicio abreviado, adhiero al voto del colega que lleva la voz cantante en este acuerdo. Agrego a sus fundamentos alguno que expresara como Juez de la Cámara de Apelación en lo Penal de este Departamento Capital y que – en primer lugar – se relaciona con el alcance que la norma tenía para los que la diseñaran, toda vez que – como entre otras señalara en causa nº 85.563 “ Peralta, Lázaro – homicidio culposo “ ( nº 151 Reg. de resoluciones 1995 de la Sala II de esa Cámara) – “ de la exposición de motivos resulta que los autores del proyecto han pretendido excluir ese núcleo de tipos de la figura de la suspensión del juicio a prueba.”. Esta prieta glosa la hago al solo efecto de destacar que desde mi desempeño como Juez de la Sala II de la Cámara departamental sostuve la validez de la prohibición que instituye la disposición del art. 76 bis C.P. que alude a las figuras amenazadas con pena de inhabilitación y que en parte lo hacía por la télesis de la disposición que reparaba – a estar a los debates parlamentarios - en supuestos de mala praxis y que por ello las excluían. Creo que debo revisar ese criterio. Es que advierto que ese modo anómalo de resolución del conflicto indudablemente importa una clara limitación al poder punitivo al sustraer un considerable número de infracciones de la pena penal como única solución y que la prohibición que establecieran los legisladores se inspiraba en una suerte de medida cautelar que anticiparía un eventual fallo de condena. Más claramente, sólo si se llegara a una condena firme la inhabilitación se haría efectiva. De tal suerte el que resulta maltrecho de la interpretación de que ahora me aparto es el principio de inocencia. Por lo demás, en la hermenéutica de las disposiciones que la contemplan, existe la posibilidad de imponer reglas de conducta (art. 76 ter C.P.) que remiten a las enunciadas por el art. 27 bis del mismo texto. Hecha esta salvedad que importa ese salto cualitativo que me propone el voto del Dr. Carral, adhiero a su sufragio.”. Un argumento nada desdeñable desde la técnica legislativa expresada en el texto en examen lo brinda la referencia que el art. 76 bis C.P. hace de la pena de inhabilitación como de la de multa. Cuando los legisladores se refirieron a esta última, lo hicieron destacando su carácter de pena conjunta o alternativa con la de prisión en tanto que en la alusión a la pena de inhabilitación no formularon distingo alguno refiriéndose en forma exclusiva a la misma. Descontado – reitero - que claramente quisieron prohibir la suspensión del juicio a prueba respecto de delitos conminados con esa pena y que en sus debates expresamente se refirieron a los delitos culposos, la formulación facilitaría la inteligencia que proponemos del texto: estaría vedada sólo respecto de delitos amenazados únicamente con esa sanción, cuales serían – por caso – la denegación y el retardo de justicia del 273 y 274, la demora en perfeccionar un pago aprobado del art. 264, disposición coherente ( aunque sobreabundante ) con la que también la veda a aquellos delitos en que haya participado un funcionario en un acto funcional. Esa tesis que negaba la suspensión del juicio a prueba en los delitos culposos, a la luz de la naturaleza que le asigno se vuelve irrazonable y genera efectos tan paradojales como que a una persona le resulte más beneficionso para evitar legalmente la pena penal, asumir que delitos perpetrados mediante conductas claramente culposas en realidad fueron dolosas, como sería el caso de las lesiones leves. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Mancini, dijo: El voto del Sr. Juez Dr. Benjamín Sal Llargues, con buen criterio, excedió el motivo central de la convocatoria, refiriéndose a otros temas de importancia. Observemos: Confrontando la ley con argumentos y consideraciones de algunos magistrados de instancias previas, se descubren, antes que nada, despropósitos hermenéuticos que desnudan una verdad preocupante, a saber: que las palabras no tienen paz. Y cuando las palabras no tienen paz, se angostan los significantes, se difuman los significados y se dificulta el buen entendimiento en sociedad, dato éste que atañe a la política en general y a la administración de justicia en particular. Es que el lenguaje, todavía, sigue siendo troncal en el desarrollo de las relaciones humanas y toda subestimación de su inequivocidad descalabra la convivencia. Respetar la certidumbre del lenguaje contribuye a la armonía. Por otro lado, temprano hay que decir que es tarde, dado que el actual abordaje de algunos puntos quizás aparezca demorado, pues ya existen pronunciamientos decisivos a su respecto, con lo cual la suerte del plenario, en parte, está echada. De todos modos, en esta ocasión, resisto la idea a partir de la cual el anacronismo pueda ser un calificativo de la verdad. Y aunque acaso no haya ni tiempo ni modestia suficientes para que se revisen o se desdigan posiciones asumidas, la luz que hoy pueda proyectarse, servirá, en alguna medida, para esclarecer el conflicto central o sus conexos. Primer tema. En principio, el recurso de casación contra el pronunciamiento que deniega la solicitud de suspensión de juicio a prueba es inadmisible. Ello porque, a la luz de los artículos 421 y 450 del CPP, tal decisión no constituye sentencia definitiva y su recurribilidad ante este Tribunal no está expresamente prevista. El empleo de los vocablos “en principio” al comienzo del párrafo anterior, tiende a no dejar fuera de mención, resoluciones excepcionales que, por determinados motivos de hecho y de derecho, podrían, en ciertas ocasiones, considerarse equiparables a una sentencia definitiva; lo cual no ocurre en esta oportunidad. Más allá del laconismo de la respuesta, algunas ideas tal vez faciliten avances jurisprudenciales más prolijos y, a partir de ellos, nueva legislación. Abogar por la admisibilidad del recurso izando con ímpetu la bandera de la equiparación con la sentencia definitiva por agravios de imposible o insuficiente reparación ulterior, no garantiza el éxito pretendido. Es que dicha imposibilidad no puede esgrimirse como un proverbio que, recitado a modo de abracadabra, se vuelve pócima que, con efectos curativos, y esparcida sobre puertas legalmente cerradas, las abre. Tan simplemente porque, en general, cada vez que en un proceso se deniegan pedidos a través de resoluciones irrecurribles, suelen emerger agravios que no tendrán reparación, o cuya reparación será insuficiente, al menos desde un punto de vista cronológico. Y aún sin ignorar, claro está, que toda reparación implica, por definición, posterioridad, lo cierto es que, en realidad, el legislador ritual, a su tiempo, ya seleccionó los estados circunstanciales que, a su criterio, podrían merecer revisión. Para el intento, en verdad, hay mejores caminos. En efecto, de darse una situación en la que los hechos mostraren perfiles de excepcionalidad y un marco dentro del cual pudiere verse con nitidez la pretensión de obtener una posterior extinción de la acción penal, con promesa previa de acatar con plenitud las condiciones impuestas para la obtención de la suspensión y las establecidas para el tiempo fijado por el tribunal, podría entenderse –aún sin negar su calidad de pedido a futuro- que el asunto ingresa en una situación asimilable a la regulada en el final del párrafo segundo del artículo 450 del CPP. En tal caso y de acuerdo a las circunstancias y a las formalidades de las presentaciones, las ideas de aceptación podrían alcanzar andamiento. Por el momento, entonces, a la pregunta formulada para el caso sobre la admisibilidad del recurso de casación contra el auto que deniega un pedido de suspensión del juicio a prueba, mi respuesta es negativa. Pongo moño de regalo para cerrar esta cuestión, recordando que, sin mengua de la gran trascendencia del asunto que antecede, no sobra enfatizar su naturaleza meramente procesal y, de por sí, por ende, al servicio de la materia sustantiva. Esto hace menos recomendable aún que los estudiosos del rito se asomen por sus estrechas ventanas al patio constitucional para enhebrar esfuerzos interpretativos tendientes a desviar la manda de una ley, asignándole una operatividad generalizada con sentido contrario al que dimana diáfano de la literalidad de su texto, más sí, como en el caso, podrían explorarse –como ya fue dicho- sendas menos cuestionables, siempre que estén presentes determinadas alternativas. Segundo tema. ¿Cuáles son los delitos de acción pública cuya imputación permite solicitar la suspensión del juicio a prueba? La respuesta es: Únicamente aquéllos que tengan fijada legalmente una pena que no exceda tres años de prisión o reclusión. Parece claro y sin embargo, hay extendida jurisprudencia (incluso de tribunales superiores) que, con independencia de la pena legalmente prevista, añade como segunda alternativa de procedibilidad, los casos en que las circunstancias permitieran dejar en suspenso el cumplimiento de la condena, si mediare además consentimiento fiscal. La ley, en realidad, no auspicia ni tolera, según estimo, esta segunda vía. Al contrario, con tono exento de ambigüedades, el artículo 76 bis del Código Penal, como parodia de un manual de instrucciones, va indicando a cada uno (imputado, juez, parte damnificada y fiscal), paso a paso, lo que legalmente puede y debe hacerse durante el trámite que regula la suspensión del juicio a prueba. Veamos: La imputación de un delito de acción pública (o un concurso de delitos) cuya pena máxima de encierro no supere tres años, colma el ámbito de operatividad del instituto en cuestión. Sobre tal escenario, y de estar cumplidos los demás requerimientos de la norma pertinente, “…Si las circunstancias del caso permitieran dejar en suspenso el cumplimiento de la condena aplicable, y hubiese consentimiento del fiscal, el tribunal podrá suspender la realización del juicio…”. Allí, recién allí y sólo allí, bajo dichas condiciones, -reitero, recién allí- la ley otorga a la jurisdicción la facultad de suspender el juicio. Es decir que entonces, presentes tales requisitos y mientras no se trate de supuestos en los que la ley pone impedimentos por clase de pena o calidad del sujeto activo, podrá suspenderse el juicio bajo promesa condicionada que, de cumplirse, traerá, pasado el tiempo que se establezca, su cancelación por inexistencia de acción. Un análisis que respete los parámetros mínimos de coherencia mostrará que no hay espacio para una lectura de la norma que, a título de lo que ha dado en llamarse interpretación amplia, pretenda convalidar como alternativa el funcionamiento de la figura en delitos que, en abstracto, tienen fijada legalmente una sanción de encierro mayor de tres años. La forzada división del único supuesto en dos, apareja –inexorablemente- absurdos inconciliables con la letra misma de lo que fue legislado. Efectivamente, si así fuera, el caso no discutido (pena legalmente fijada en no más de tres años de prisión o reclusión) aparecería sin resolución en la norma. Es decir, se estaría mencionando la situación en la que el imputado puede solicitar el beneficio, pero no habría manda legislativa hacia la jurisdicción para que se pronuncie a su respecto. Imposible. Sería un supuesto de ley que no legisla. Además, el caso del cuarto párrafo sería el único que traería dispuesta la indicación hacia la magistratura para que lo resuelva. Imposible. Sobrarían el primero y el segundo párrafo del artículo 76 bis del Código Penal. Estos despropósitos no pueden salvarse, ni siquiera sosteniendo que los dos primeros apartados estarían regulando especies en las que no se exige el requisito del estado circunstancial que es presupuesto de la aplicación del artículo 26 del Código Penal, porque una lectura de ese tenor chocaría frontalmente con el texto del artículo 76 ter. del Código Penal que indica el establecimiento de las reglas del artículo 27 bis del mismo Código, por lo cual nadie discute que la posibilidad de suspensión condicional de la ejecución de la pena es siempre una exigencia ineludible. Está claro entonces que la ley (art. 76 bis CP) no describe dos casos separables (uno, el de los dos párrafos iniciales; y el otro, el del cuarto párrafo). Nada de eso. Demostrado como lo está que la posibilidad de de dejar en suspenso la condena es siempre un requisito forzoso, entonces la única conclusión posible de un razonamiento lógico es que, el cuarto párrafo no consagra un caso separado, sino que agrega, a su tiempo, más condiciones al mismo caso (entre ellas además agrega el consentimiento fiscal). Y esto último también muestra con nitidez, y en negro sobre blanco, el yerro interpretativo de quienes quieren ver a la anuencia fiscal como dirimente para la presentación de dos alternativas. La ponencia que vengo sosteniendo no necesita robustecerse con argumentaciones que recuerden que el consenso del acusador –encargado de llevar adelante la acción penal- es siempre imprescindible para la cancelación de un juicio en el que está obligado a ser parte constitutiva. Por supuesto que eso es verdad (así lo dice la ley, cuando luego de ir enumerando escalonadamente los requisitos, antepone la exigencia del consentimiento fiscal, precisa e inmediatamente antes de la única oportunidad en que le otorga a la jurisdicción la posibilidad de suspender el juicio), pero todo esto, más allá de constituir un aporte más a la postura hermenéutica que propongo, es –además, y más que nada- una exhibición de perfecta compatibilidad que finaliza mostrando que, si el decurso literal de la disposición impide contundentemente la creación de un segundo supuesto, toda tentativa de buscar un elemento diferenciador está destinada al fracaso. Fin. Muy por fuera de todo ello, y ya en otro orden de ideas, nadie podría negar que, desde un punto de vista material, la evitación del juicio, entendido como antesala de la pena, bien puede proclamarse como un propósito loable. Más aún si no se olvida que la pena (mal por excelencia) deja mucho que desear desde su naturaleza retributiva, y sobre todo desde su finalidad resocializadora. Así es que no pueden censurarse los intentos de arrinconarla un poco; al menos, hasta que no sea reemplazada por una solución que la supere, toda vez que, por el momento, es inimaginable su abrupta e inmediata supresión. Debe admitirse entonces que la ampliación del campo de empleo de la herramienta en trato, seguramente contribuiría al logro de objetivos deseables. Pero, por decirlo amablemente, los fines no siempre justifican los medios. Es necesario, por ende, que los legisladores así lo entiendan y así lo consagren en la ley, porque –zapatero a tus zapatos- los jueces no deben legislar. Estas últimas cinco palabras (los jueces no deben legislar) reclaman, aunque más no sea, una breve perorata que las corone a modo de fundamento. Toda actuación que pueda convertir en habitual una conducta legisladora de los magistrados, implicará graves riesgos y alentará la creciente falta de respeto y de credibilidad que vienen mereciendo –unos injustamente, y otros no- los jueces. La ley es material con el que los magistrados trabajan. Pero cuando la maltratan como material plástico, -maleable a gusto de sus caprichos de justicia subjetiva-, terminan limando, de algún modo, la soberanía del pueblo representado. Además, en ciertas ocasiones, algunos jueces se marean con aires épicos, y aunque ya no visten togas, ni calzan pelucas, asumen un talante de jactancia que, inevitablemente, los muestra disfrazados. Se ven a sí mismos, y se sienten, como héroes románticos subidos a escena para doblar el brazo de los poderosos, en histriónica defensa de los más débiles, expropiando a veces –incluso- dolores bien ajenos. Patéticos en general, por un lado; pero no por otro, pues respecto de alguna vez en particular -nobleza obliga a señalarlo-, debe reconocerse que, las gambetas con que fue eludida la ley tuvieron su génesis en lo que fue visto como una necesidad de evitar injusticias manifiestas y groseras arbitrariedades. Frente a tales decisiones que ya son hechos consumados, es difícil negar ahora la bienvenida a pronunciamientos que pudieron haber sido consagratorios de verdaderos actos de justicia. Brindis y salud por ello. Pero no más. Salud, pero atención. La habitualidad se hace costumbre. Y extendida sobre el piso del alma jurisdiccional, sedimenta agazapada la seductora e inveterada sensación de poder. Y el gusto por el poder –ni hablar si se trata de adicción- entraña un peligro gravísimo: el peligro de que la subjetividad supralegal se dirija hacia el otro lado; es decir, hacia el lado de la injusticia autoritaria, porque el endiosamiento, precisamente, no viene exento de la confusión ética acerca de lo que está bien y lo que está mal. De allí que, como regla general, el no apartamiento de la ley, aparezca como una exigencia inexcusable para la jurisdicción. El apego a la ley, claro está, no comporta sinonimia de insuficiencia creativa o argumental. De eso nada. Muy por el contrario, se trata de un sobrio intento de asumir, desde una función revestida con soberanía popular indirecta, la actitud de aceptación hacia las normas emanadas de los órganos que ejercen la tarea propiamente legislativa (sancionar y promulgar) con la legitimidad (al menos de origen) que deviene de su condición de depositarios directos de la representación con la que fueron investidos por sus representados, en cuyo colectivo reposa la soberanía. Los párrafos que anteceden exponen solamente algunos títulos cuyo desarrollo demandaría mayor extensión y, casi seguramente, distinto ámbito. De todas maneras, no parece que sobren. Como –además de breves- tales enunciados son el complemento útil de ideas ya dichas y de otras por decir, no está mal que si hubiere remilgos por su ubicación en este voto, sean compensados con la correspondiente disculpa, -leve, claro está-, de tono menor, y en letra minúscula, tal como debe ser formulada toda expresión excusante cuya necesidad se justifique únicamente en la condescendencia que las personas que intentan comportarse con nobleza emplean para complacer con cordialidad a los espíritus necios o a los que tienen pensamientos torvos. En otro aspecto y, por si alguien creyese que he cedido ante la tentación de hacer docencia donde no corresponde, me apresuro a señalar que lo poco que he dicho no constituye moralina jurisdiccional, ni prédica en abstracto, ni siquiera un bien intencionado propósito de aconsejar. No es, ni más ni menos, que un honesto y sincero deseo de recordar con modestia lo obvio, a saber: los límites del campo de actuación propiamente dicha de los magistrados, lo cual entraña un ámbito que no puede ser exorbitado (artículos 161, 166 y concordantes de la Constitución de la Provincia; y artículos 108, 116, 117, 118 y concordantes de la Constitución de la Nación). He allí la frontera que separa a la jurisdicción del mundo legislativo. Los magistrados no pueden atravesarla para legislar. A lo sumo, en su mundo, pueden desoír lo legislado, según veremos, con el carácter de excepcionalidad que emerge de la exigencia de ciertas situaciones y datos que resultan requisitos para que pueda asumirse esa postura. En efecto, casos concretos, y sólo casos concretos, permitirán al juez, si corresponde, alguna vez, algún apartamiento de la ley a través de su desaplicación por el camino de la declaración puntual de inconstitucionalidad en el asunto. Pero –y este pero debe ser leído con toda su potencia impeditiva- jamás podrá soslayarse que toda ley (que en principio y como tal, en abstracto, no se presume viciada), expresa representativamente la voluntad representada con cuya presencia se actualiza la declaración constitucional de soberanía popular (arts. 1 y 2 de la Constitución Provincial y art. 1 de la Constitución de la Nación). No debe prestarse atención a esa trova vocinglera que, aturdiéndonos, no se cansa de proclamar presuntas inconstitucionalidades, propiciando que los postulados generales de la Constitución se hagan acto y regla de aplicación inmediata por los jueces, para contrariar de tal guisa las mandas de una ley. La inaplicación de una ley a un caso determinado requerirá cuando menos que, por circunstancias fácticas de ese asunto, se lo pueda ver con nitidez desencajado de la previsión legislativa y, recién allí, establecido ese excepcional desajuste, habrá que descubrir si el mismo tiene entidad suficiente para, además, lesionar expresamente una norma constitucional específica que atrape la emergencia y permita advertir, a su través, el deterioro de una facultad o un derecho reconocidos en ese magno rango. Solamente así, la jurisdicción, acaso, podrá prescindir de la norma, lo cual tendrá nada más que el acotado alcance de no aplicarla, sin que se pueda, claro está, resolver un asunto prescindiendo de la fundamentación en otras disposiciones vigentes, ni decidir de conformidad con consideraciones particulares que terminen creando estados o situaciones jurídicas no apoyadas en la ley. Entonces –reitero-, sólo así, con invocación de la ley suprema, en las condiciones que antes se mencionaron, y con alcance ceñido a un entuerto judicial en concreto, podrá sostenerse que una ley o parte de ella no rige. Esta brevísima explicación del funcionamiento del control de constitucionalidad está lejos de agotarlo, pero al menos muestra la frecuencia excepcional que, en principio, debiera caracterizar su empleo. El control difuso viene siendo injustamente criticado, cada vez con más vehemencia, no tanto por defectos propios, sino especialmente porque el uso abusivo, y en muchas oportunidades equivocado, de sus agentes –los jueces-, ha provocado una visión mezquina que lleva a confundir, a veces con ignorancia y otras veces con mala intención, la bondad del mecanismo con la ineptitud de sus operadores. Es que muchos de tales operadores (jueces, claro), ya fuere por soberbia, por necedad o por desconocimiento, han recurrido directamente a la Constitución Nacional para fundar (debidamente, según lo entienden) sus decisiones, sin importarles la letra de la ley reguladora de los asuntos. Por tal motivo, algunos al acecho y otros sin embozo, tienen a tiro de flecha al control difuso proponiendo reemplazarlo por un sistema centralizado, en general conocido como el de Tribunal Constitucional. Invocan para ello, más que razones comprobables, adagios dogmáticos cuya constatación no tiene registro en las experiencias históricas y políticas que muestra el mundo entero. Por supuesto que estoy del lado de los que piensan que no debe cambiarse todo un sistema garantizador tan sólo porque sus operadores, ocasionalmente incorrectos, lo mal emplearon por exceso; ni mucho menos, claro está, porque alguna decisión particular haya sido coyunturalmente contraria a los que en ese tiempo ejercían el poder gubernamental. No voy a ahondar ahora sobre este acápite pero, por lo menos, dejaré encendida brevemente una luz de alarma que sirva para evitar que, con mentalidad colonizada, sigamos copiando burocracia u organismos que en otros países envejecen sin cumplir satisfactoriamente la función para la que fueron creados, entorpeciendo otras veces gravemente su vida institucional. Como mucho, si los defensores del Tribunal Constitucional (órgano que en general no pertenece a la función judicial) insisten con gastar recursos en juguetes viejos, que lo hagan funcionar sin tocar, además, el control difuso. En resumen, bajo el imperio de reglas sabias la acción errada de los jueces exagerando sus intervenciones contra la ley, (ya por interpretación, ya por abuso de la declaración de inconstitucionalidad) provoca la reacción, también errada, de pretender el cambio de las reglas sabias. Exorbita en mucho el cometido de esta convocatoria todo desarrollo que se ocupe exhaustivamente del modo de aplicación de las normas constitucionales. Pero, aún sin desconocer que alguna de ellas son, en ocasiones, de operatividad directa e inmediata, lo cierto es que, éste no es el principio general. La Constitución Nacional, con ser ley suprema, no es por ello y en rigor, ley inmediatamente aplicable al caso, por sobre la ley que específicamente lo reglamenta, la cual, primeramente, debe ser respetada. No puede negarse que la llamada ley magna rige como una cobertura general en el estado de derecho en el que funcionan los correspondientes mecanismos institucionales de aplicación de todas las normas. Pero para que la Ley Suprema sea operativa en directo, desplazando una ley vigente, es imprescindible una situación como la descripta antes al respecto. A título de ningún constitucionalismo moderno ni postmoderno, ni mucho menos con el presunto aval de citas de derecho internacional de escaso ajuste al conflicto, los magistrados podrán evadirse de las leyes que el Congreso o las Legislaturas sancionaron y los respectivos Poderes Ejecutivos promulgaron. No podrán. O al menos, no deberán. Por lo tanto, la solución, en realidad, está en manos de los jueces y no transita por un carril que exija más quehaceres, sino que, al contrario, lo hace mejor por el camino del recato y la disminución de la voracidad jurisdiccional sobre ámbitos ajenos. La decisión justa que busca brindar la magistratura, en general, devendrá de marcos legales que antes fueron formulados por los poderes políticos. La verdadera independencia de la justicia brilla con todo su vigor cuando se la ejerce en el escenario de interdependencia de funciones que la Constitución brindó como marco. No cuando se la pretende como una prerrogativa individual desatada hacia el libertinaje de las opiniones y los buenos deseos. Está vedado a los jueces endiosarse, y a seguido de ello decir qué es lo justo, y qué es lo injusto, no ya desde la ley, sino desde su propio y particular entendimiento, muchas veces autoevaluado como infalible, sin disimulo alguno de soberbia. Un espacio institucional republicano no tolera la paradoja laico-religiosa del juez hecho dios. La tinta de las leyes no puede ser distinta en los fallos. (Pocas veces una homofonía irregular como ésta me ha dada tanto alivio al tiempo de buscar elocuencia para una frase). En definitiva, y abandonando el terreno de la reflexión en el que he pretendido desnudar las motivaciones de mi voto, reencauzo el discurso hacia la respuesta de la pregunta formulada al inicio, repitiendo que los delitos de acción pública cuya imputación permite solicitar la suspensión del juicio a prueba son únicamente aquellos que tengan fijada legalmente una pena que no exceda tres años de prisión o reclusión. Tercer tema. Acerca de las demás cuestiones planteadas sobre el artículo 76 bis del Código Penal cabe decir: Las motivaciones y fundamentos de la propuesta emparentada con el respeto al texto de la ley, tanto como las que sustentaron la censura a interpretaciones inaceptables o inconstitucionalidades mal entendidas, enumeradas en el desarrollo de las partes anteriores trasvasan al tratamiento de los temas de este apartado. A partir de ellas, corresponden las siguientes puntualizaciones: Por un lado, la suspensión del juicio a prueba no procederá cuando un funcionario público, en ejercicio de sus funciones, hubiese participado en el delito. Por ahora, sin comentario, más que el mismo texto de la norma, el cual no ofrece complejidad. Cuando se trate de delitos reprimidos con pena de inhabilitación tampoco procederá la suspensión del juicio a prueba. No hay aquí distinción relativa a que la especie de pena impediente esté fijada en forma exclusiva, alternativa o conjunta. El texto de la ley es claro: si el tipo legal tiene pena de inhabilitación está vedada la procedencia. Las modalidades que fueron llamadas como exclusiva, alternativa o conjunta, comprenden, sin excepción, a la pena de inhabilitación, con lo cual predicar el impedimento es casi una obviedad. Sobre la paradoja presunta: Cuando las lesiones son leves, de ser culposas, impiden la suspensión del juicio. Si son dolosas no. Los legisladores, nítidamente, quisieron que aquellos que debían recibir la pena de inhabilitación, no pudieran evitarla a través del instituto en trato. Si bien se mira, esto tiene perfecta congruencia con la idea de que, en general, si la pena no podrá ser dejada en suspenso no prosperará la suspensión del juicio. De todas maneras vale recordar que asumir un hecho no ocurrido, de ningún modo conduce necesariamente a que lo verdaderamente ocurrido sea dejado de lado en la investigación judicial. Pero algo más: ningún asombro provoca la presunta paradoja si no se olvida que plantea nada más que una situación idéntica a la de aquél que, queriendo evitar la pena de inhabilitación, asume el delito que no la tiene prevista. Y esta situación es ajena al tema de la suspensión del juicio a prueba. En otro orden de cosas, no logro extraer ninguna conclusión esclarecedora cuando atiendo a la previsión sobre la pena de multa, toda vez que dicha pena no aparece como impeditiva de la procedencia, sino que solamente se menciona la necesidad de pagar el mínimo como condición del otorgamiento. Por otro lado, ya dije que el consentimiento del fiscal es siempre imprescindible para que el tribunal pueda suspender la realización del juicio. Preferiría no llamar interpretación a esta sencilla labor de razonamiento a partir de la cual, haciendo pie en el texto de la ley, sostuve las premisas que permitieron motivar y fundar mis afirmaciones. Pero, para dejar conformes a quienes sostienen que siempre hay interpretación, pues bien, entonces, ésa es la interpretación que –estimo- corresponde. Es decir, y ya por último, que ni calidades personales del sujeto activo, ni comparaciones sobre montos o especies de posibles penas autorizan, en mi criterio, fundamentaciones que, en general y en abstracto, permitan auspiciar la concesión de la suspensión del juicio a prueba en los casos expresamente vedados por la ley, con todo lo cual cierro, en los términos expuestos, mi respuesta a los asuntos tratados en lo que he dado en llamar tercer tema. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la negativa; a la segunda cuestión, voto por la negativa; a la tercera cuestión: voto por la negativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Ordoqui, dijo: Adhiero al voto del Dr. Sal Llargués en igual sentido y por los mismos fundamentos. Por lo tanto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Maidana, dijo: Sobre el punto he fijado posición como integrante de la Sala VI de este Tribunal, a partir del precedente de fecha 12 de marzo de 2013, causa 55.938 “G. D. M. E. s/ recurso de queja (art. 433, CPP)”, precisando sus alcances en "R., R. D. s/ Recurso de Queja (art. 433 del C.P.P.)", causa N° 55.680 resuelta el 21 de mayo del corriente, en los siguientes términos: “La resolución dictada por la Cámara que confirma la denegatoria de la suspensión del juicio a prueba imposibilitando la extinción de la acción penal, a la que en definitiva conduce su aplicación, queda abarcada dentro de los alcances del supuesto que contempla el art. 450, 2° párrafo in fine del C.P.P., toda vez que no resulta necesario que se trate de un auto revocatorio en tanto dicha exigencia se constriñe a los supuestos enunciados en la primera parte del referido párrafo y no a los que, separados por una puntuación distinta, se ubican luego. Aduno a ello que, la tutela de los derechos de evitar la imposición de una condena y el de poner fin a la acción penal que persigue, quien requiere la aplicación de la suspensión del juicio a prueba, no podría hacerse efectiva en una oportunidad procesal posterior (CJSN, Fallos 320:2451; 328:4497)”. En la misma causa me he pronunciado sobre los demás tópicos tratados en el marco del presente Acuerdo, expresando al respecto: “El sistema de la suspensión de juicio a prueba se introdujo en el Código Penal con la reforma de la ley 24.316 del año 1994 consagrando una considerable excepción al principio de legalidad según el cual, frente a la decisión de oficializar la persecución penal, como regla general, se impuso a los órganos del Estado por vía de principio el deber de promoverla ante la noticia de un hecho punible (artículo 71 del Código Penal). Con independencia de la necesidad que de hecho originara la aplicación de criterios de oportunidad a partir que los recursos humanos y materiales de que dispone el aparato estatal no tienen capacidad para procesar todos los casos penales que se producen en su seno y la selección resultante de la colisión de intereses según factores de poder y desigualdades reales, en una ponderación que no siempre se adecua a los valores jurídico sociales declamados por el discurso jurídico y político, el excepcional principio de oportunidad solamente es admitido cuando se determina legislativamente a modo de autorizaciones. Se impone conducir la selección indicada según criterios transparentes de racionalidad e igualdad, compatibles con las metas que procura el Estado Social y Democrático de Derecho, cuyos básicos objetivos consisten en la descriminalización de hechos punibles, en un intento por evitar la aplicación del poder penal allí donde otras formas de reacción frente al comportamiento desviado pueden alcanzar mejores resultados o donde resulte innecesaria su aplicación y la eficiencia del sistema penal en aquellas áreas o para aquellos hechos en los que resulte indispensable su actuación como método de control social, en procura del descongestionamiento de una justicia penal sobresaturada (Conf. Julio B. Maier “Derecho Procesal Penal”. Tomo I. Ed. Del Puerto. Pág. 837. Año 2004). El instituto en cuestión se encuadra en el movimiento de simplificación procesal y de alternativas al encierro carcelario tradicional fundado en planteamientos, entre otros, de carácter reformista que proponen la sustitución limitada de la prisión como una línea de avance en la exigencia de una mínima intervención estatal. Además de ello, el cometido del Derecho Penal de protección subsidiaria de bienes jurídicos, que se desprende del principio constitucional de proporcionalidad (Conf. Claus Roxin “Derecho Penal. Parte General. Tomo I”. Ed Civitas, año 1997, pág. 51), impone la aplicación de institutos que no constituyan una intromisión estatal en la libertad -como la pena- en los casos que puedan tener éxito suficiente . Las dificultades interpretativas de la ley, originadas a partir de la introducción de un instituto que no tenía antecedentes en la legislación y la deficiente redacción normativa, se extendieron a diferentes aspectos entre los que, el planteado, constituye uno de los que tiene mayor actualidad. Sabido es que tradicionalmente la reacción punitiva del Estado se ejerce mediante un sistema de doble vía. Es decir que la infracción a un precepto jurídico-penal, sea éste de mandato o prohibición, no se define por su inclusión normativa dentro de la regulación penal, sino en que su inobservancia deriva en la conminación de una sanción, cuyo punto de referencia común es la imposición de una pena o medida de seguridad (Roxin, Claus, Derecho Penal, Parte General, Civitas, Madrid, 1997, pág. 41) La crisis contemporánea del sistema penal revierte el corte dualista de la respuesta punitiva, impulsando un punto de escape diferencial mediante la aplicación de nuevas formas alternativas para la solución pacífica de los conflictos sociales con disvalor penal, en aras de minimizar los efectos y sufrimientos que importa el sometimiento a un proceso, instar una justicia restaurativa a través de la reparación del daño a la víctima y relegar de algún modo la aplicación de una sanción punitiva cuya funcionalidad tampoco está exenta de crítica. Dentro de esta última corriente es que surge como especie de un género mayor, el instituto de la suspensión de juicio a prueba, criterio de oportunidad reglado en que el imputado es sometido a instrucciones consistentes en formas de comportamiento impuesto que restringen su libertad personal y que provoca materialmente una cierta ejecución de medidas sin condena (cfr. Maier, J.B.J, “Derecho Procesal Penal, T. II, Sujetos Procesales, Editores del Puerto, Bs. As., 2003, pág. 158). Se busca, por medio de un modo alternativo, minimizar la reacción penal frente al individuo en casos que no importan una gravedad tal que justifique el despliegue de los mecanismos ordinarios de persecución penal hasta finiquitar en una condena, amortiguar los costos del proceso y descongestionar a los órganos judiciales. Fundamentos que no deben quedar al margen, sino que complementan la adecuada y efectiva interpretación extensiva que corresponde hacer del alcance legal del instituto en trato, a efectos de aplicar la solución comprendida por la norma del art. 76 bis del C.P., al mayor grupo de casos posibles, pero todos ellos, comprendidos en el conjunto de casos definidos por la regla (Bovino, Alberto, “La suspensión de juicio a prueba en el Código Penal Argentino”, Editores del Puerto, Bs. As. 2006, pág. 68). Sobre la base de estas consideraciones que exigen un criterio de interpretación extensiva respecto de los casos que aglutina el instituto y conforme los fundamentos que sopesaron la inclusión en la legislación de fondo, adelanto que los motivos de agravio resultan parcialmente atendibles, toda vez que el A Quo resolvió en contrario a una adecuada y correcta interpretación del alcance dado al artículo 76 bis del Código Penal. La Cámara fundó su denegatoria –centralmente– en el efecto vinculante de la oposición de la fiscal a la concesión de la suspensión del juicio a prueba y, en tal sentido, consideró que el desacuerdo de la fiscalía en el caso en concreto era un obstáculo para la procedencia del instituto en danza. Que el decisorio –sólo en ese tramo– se ajusta a la legalidad por cuanto también en el supuesto previsto en el primer párrafo de la norma sustantiva, la anuencia del Ministerio Público Fiscal, titular de la acción penal, resulta exigible e insoslayable, máxime tratándose –como ya se dijo– de un instituto que abreva en un criterio de oportunidad reglado. Sin embargo, el análisis practicado por el A Quo también debió extenderse sobre el debido control de la legalidad y logicidad respecto de aquélla oposición fiscal, cuya disconformidad en el particular sólo se había motivado en que este caso versa sobre un delito reprimido con pena de inhabilitación. En esa faena, cabe resaltar que la oposición del Ministerio Público no está exenta del control de legalidad y razonabilidad propio de los actos de una República (arts. 1 y 33 CN), acto de autoridad emanado de quien detenta el monopolio de la persecución pública que requiere de la necesaria “razón jurídica” que lo justifique y no torne la actuación en arbitraria. Sobre el punto, se advierte que no pudo ser satisfecho el extremo de una “oposición razonada ni fundada” por no cumplir los recaudos de fundamentación suficiente para desechar la solicitud del imputado de ser beneficiado con una solución alternativa al ejercicio de la pretensión punitiva. En relación a lo invocado por la representante del Ministerio Público Fiscal respecto de la improcedencia del instituto para delitos reprimidos con pena de inhabilitación, y que fuera receptado a manera de argumento a fortiori por el A Quo, cabe decir que el debate generado sobre este tema está clausurado a poco de efectivizar en la singularidad del caso la pauta hermenéutica “Pro Homine” y –reitero– una interpretación extensiva que, ambos como criterios exegéticos, orientan al precepto legal para que su aplicación lo sea a la mayor cantidad de casos que permite la norma. Es decir, la limitación legal sólo refiere a la inhabilitación como pena única y el sentido literal no prohíbe su procedencia respecto de delitos reprimidos con inhabilitación de carácter conjunto o alternativo, tal como es el caso en estudio. Al respecto, también rige por ser un caso análogo el precedente federal en causa “N., J. B.”, rto. 23/04/2008, N.326.XLI”, en virtud del cual la Corte Suprema se expidió favorablemente respecto de la procedencia de la suspensión del juicio a prueba en un claro supuesto de delito reprimido con pena de inhabilitación conjunta (art. 302 del C.P.)”. Por las razones dadas, y en lo demás, por los mismos fundamentos expuestos por el doctor Sal Llargués, voto por la afirmativa. Por lo tanto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Kohan, dijo: En lo que respecta a la cuestión que es motivo central de este acuerdo plenario, adhiero al voto del Dr. Sal Llargués por sus mismos motivos y fundamentos. Solo deseo agregar que la concepción tradicional que este cuerpo tenía respecto de la admisibilidad del recurso de casación en lo que atañe al instituto de la suspensión de juicio a prueba, permitía la apertura del remedio en caso de recursos del Ministerio Fiscal contra el auto lo concedía al imputado, con un argumento que podría resumirse en que dicho pronunciamiento lleva en sí mismo la posibilidad extintiva de la acción penal (Sala III, c. N° 1954, 14692, 22653, Sala II, c. 18.986, 41.182 Sala I, c. 787 entre otros), vedando el acceso al mismo por parte del sujeto enjuiciado, salvo supuestos de excepción. Ello así por cuanto la decisión que denegaba la concesión de la “probation” no ponía fin a la acción penal sino todo lo contrario, importaba que aquella continúe ejecutándose. Dicha interpretación, en mi parecer, redunda en una desigualdad en el acceso a las vías recursivas en perjuicio del imputado, en tanto se permite acudir a esta sede al Ministerio Fiscal y no a éste, siendo que el derecho al recurso de éste último es una innegable garantía que hace a la defensa en juicio que incluye, invariablemente, la posibilidad de recurrir un pronunciamiento adverso sobre una cuestión que podría llegar –de tener acogida favorable en alguna instancia- a extinguir la acción penal del delito que se le endilga. Esta interpretación me resulta compatible con el razonamiento que parece trazar la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el fallo “A.” (Fallos 320:2145). En esa oportunidad, dijo el Cimero Tribunal Nacional con meridiana claridez que “…las partes en el proceso penal no persiguen intereses iguales. En efecto, lo que caracteriza al proceso penal es la ausencia de un permanente antagonismo, propio del proceso civil. Ello deriva del carácter público de la pretensión que persigue el Ministerio Público, la cual muchas veces puede coincidir con el interés particular del imputado, pues su función es la reconstrucción del orden jurídico alterado. Así lo ha entendido el representante de la República Argentina, doctor José María Ruda, en la discusión del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, "la ley debe conceder idénticas garantías a todos los que se encuentran en la misma situación ante los tribunales en materia criminal, los derechos del Procurador General no son iguales que los del acusado. Todos los individuos deben ser objeto de igual protección, pero no son iguales ante los tribunales, ya que las circunstancias varían en cada caso (confr. Trabajos preparatorios del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, Naciones Unidas, Asamblea General, tercera comisión, decimocuarto período de sesiones, art. 14 de proyecto, 24 de noviembre de 1959)” destacando que el Ministerio Fiscal no actúa en "ejercicio de una legitimación propia sino en calidad de sustituto procesal del Estado". Asimismo, puso de resalto en forma clarividente que “las garantías emanadas de los tratados sobre derechos humanos deben entenderse en función de la protección de los derechos esenciales del ser humano y no para beneficios de los Estados contratantes", resaltando que "el alcance del Art. 8, Párr. 2, inc. 'h' de la Convención Americana de Derechos Humanos vinculado a la garantía del derecho a recurrir fue consagrado sólo en beneficio del inculpado y en tanto el Ministerio Público es un órgano del Estado y no el sujeto destinatario del beneficio, no se encuentra amparado por la norma de rango constitucional, sin que ello obste a que el legislador, si lo considera necesario, le conceda igual derecho". De ese modo la Corte Federal diferenció la situación del inculpado con la del Ministerio Público, añadiendo que "Si la reforma constitucional de 1994 consagra expresamente el derecho del inculpado de 'recurrir el fallo ante el juez o tribunal superior' (Art. 8, Párr. 2, inc. 'h' de la Convención Americana sobre Derechos Humanos) es voluntad del constituyente rodear a este sujeto de mayores garantías sin que sea posible concluir que esta diferencia vulnere la Carta Magna, ya que es una norma con jerarquía constitucional la que dispone tal tratamiento". (El destacado me pertenece). Si bien la materia sobre la que versó el “thema decidendum” en ese pronunciamiento difiere del presente (toda vez que en aquella oportunidad la cuestión redundaba en la aplicación del denominado “doble conforme”), creo que los argumentos son plenamente aplicables a la cuestión a decidir en lo que es materia de convocatoria plenaria del cuerpo. Y cierro mi alocución indicando que en la misma inteligencia apuntada pareció transitar la Corte Nacional al decidir, ya en un caso análogo al que nos convoca, que si bien “las resoluciones cuya consecuencia sea la obligación de seguir sometido a proceso criminal no reúnen por regla, la calidad de sentencia definitiva a los efectos del art. 14 de la ley 48 (Fallos: 307:1030, 310:195, entre otros) corresponde hacer excepción a dicha regla en los casos en los cuales su aplicación podría provocar un gravamen de insuficiente, imposible o tardía reparación posterior… Que el caso sometido a estudio del Tribunal constituye una de esas excepciones puesto que… el gravamen no resulta susceptible de reparación posterior, en tanto restringe el derecho del procesado a poner fin a la acción y evitar la imposición de una pena. Es que la finalidad de quien requiere la suspensión del juicio a prueba no es la de obtener una sentencia absolutoria, sino la de no seguir sometido a proceso mediante la extinción de la acción penal… En el caso sometido a estudio del Tribunal el recurso extraordinario resulta formalmente procedente con base en la doctrina de esta Corte sobre arbitrariedad, puesto que el a quo no hizo lugar a la vía recursiva sobre la base de fórmulas genéricas y abstractas, tales como la supuesta naturaleza “irrecurrible” de la resolución impugnada, omitiendo considerar los planteos de la defensa referentes a que la decisión debía ser equiparada a sentencia definitiva…” (Fallos 320: 2451). Así las cosas, sin perjuicio de las oportunas consideraciones que sobre el particular podrían realizarse, por razones de celeridad y economía procesal, teniendo en cuenta lo resuelto por el Máximo Tribunal Nacional y la innegable gravitación que más allá de lo que pueda sostenerse sobre su eventual aptitud vinculatoria cabe reconocerle en todo caso a los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación atento su ubicación en la cúspide del ordenamiento judicial (arts. 5, 108, 123 y 127, Constitución Nacional), corresponde aquí adoptar el criterio antes apuntado. Finalmente he de decir que, como lo que en definitiva está en juego es la interpretación de los alcances de una norma del Código Penal como lo es el art. 76 bis, podría verse abastecida la causa federal suficiente, en mérito a lo establecido por el Art. 14 inc. 3 de la ley 48 (Adla, 1852-1880, 354), que define como tal, a la tarea de fijar la inteligencia de normas federales o de actos nacionales y federales provenientes de una autoridad jurisdiccional, siendo que corresponde la intervención de este cuerpo en su calidad de Tribunal intermedio conforme a la doctrina sustentada por la Corte Nacional los Fallos: 308:490; 311:2478, siempre que se encuentren cabalmente cumplidos los requisitos que la introducción de una cuestión federal requiere. Ahora bien, en lo que respecta a la procedencia del instituto de la suspensión de juicio a prueba en los delitos conminados con pena principal, conjunta o alternativa de inhabilitación, me he pronunciado sostenidamente por la negativa. En efecto, ya en la causa N° 54.684 del registro de este Tribunal caratulada “S.”, me he inclinado por la imposibilidad de conceder el mismo en esos casos. Para dar sustento a mi postura, es pertinente recordar que "la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador" (Fallos: 302:973), y la primera fuente para determinar esa voluntad es la letra de la ley (Fallos: 299:167), así como que los jueces no deben sustituir al legislador sino aplicar la norma tal como éste la concibió (Fallos 300:700). A los fines señalados, nuevamente acudo a los antecedentes de la ley 24.316 para desentrañar la voluntad del legislador. La imposibilidad de acceder al beneficio de la suspensión del proceso a prueba para aquellos delitos cuya pena prevea la de inhabilitación -artículo 76 bis penúltimo párrafo del Código Penal- surge de manera inequívoca de la intención del hacedor de leyes. En efecto, el miembro informante del dictamen de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados de la Nación, diputado Antonio M. Hernández, señaló que "en este caso existe un especial interés del Estado en esclarecer la responsabilidad del imputado, para adoptar prevenciones al respecto" lo que importa continuar el juicio hasta una sentencia definitiva que pruebe adecuadamente la conducta del imputado y que permita adoptar las sanciones que correspondan según el caso (ver Antecedentes Parlamentarios, La Ley, 1995). Por su parte y en igual sentido, Víctor Sodero Nieves refiere que se prohíbe la suspensión en los delitos reprimidos con inhabilitación "... por considerar que esta última sanción penal tiene un efecto y consecuencias diferentes, que de ningún modo deberían dejarse de aplicar... entendemos que la inhabilitación tal como sucede con el artículo 26, in fine, del Código Penal, debe ser de cumplimiento efectivo...". Cierro el análisis del proceso de elaboración de la norma citando la alocución del Senador Alasino, quien sostuvo que: "... tampoco procede en el caso de que el delito tenga pena excluyente o secundaria de inhabilitación. Esto también resulta atendible porque, indudablemente, todas estas penas están vinculadas con una actitud profesional o una cualidad de la gente que eventualmente debía tener para cometerlo..." (el iluminado me pertenece). Las razones que abonan dicha exclusión por parte del legislador han sido claramente explicadas por Marcelo Sayago: “los inspiradores de la norma han priorizado el evidente efecto preventivo que la pena de inhabilitación tiene en sí misma, toda vez que su aplicación importa limitar la actividad de un sujeto, precisamente dentro de la esfera en que delinquió, como así también la repercusión negativa que en la sociedad en general podría tener una disposición legal que enervara el ejercicio de la potestad represiva del Estado en casos donde apareciera como necesaria la dilucidación de los hechos y consecuentemente, la adopción de las medidas tendientes a neutralizar el accionar perjudicial de los responsables.” (SAYAGO, “Suspensión del juicio a prueba. Aspectos conflictivos”, Marcos Lerner, Córdoba, 1ª ed., 1996, ob. cit., pp. 78 y 79). Es que, el fundamento de la prohibición de conceder la suspensión del proceso a prueba en delitos que tienen como pena la inhabilitación, entendiendo quien esto escribe que la misma tiene que ser impuesta como pena principal, accesoria y/o conjunta, radica en que se ha considerado necesario que los juicios seguidos por la comisión presunta de ilícitos que aparejan impericia o inobservancia de deberes o reglamentos a cargo del agente, alcancen su culminación con la sentencia definitiva, para proveer a la corrección de la conducta que al Estado le interesa. Corresponde decir que la pena de inhabilitación es una pena principal, ocupando el último lugar en el orden de la gravedad relativa de las mismas (conforme lo regla el artículo 5 del Código Penal) y que como pena principal consiste en la incapacidad para desempeñar empleos, cargos o comisiones públicas, ejercer profesiones o derechos y gozar de beneficios asistenciales. La inhabilitación no es una pena como la privativa de la libertad que busque la reforma del delincuente, ya que sus valores esenciales son, la intimidación y la seguridad para terceros y su característica es que no se puede imponer condicionalmente (artículo 26 del Código Penal), sino que es de cumplimiento efectivo. (En el sentido propugnado se ha expedido el citado de Olazábal, Julio, "Suspensión del Proceso a Prueba ley 24.316 (Probation)", pág. 54). Ello constituye un valladar a la concesión del beneficio en análisis. Sin perjuicio de ello, observo que la ley 24.316 no especifica la modalidad de prelación de la sanción de inhabilitación, esto es: si ella opera como pena principal o accesoria. Por tanto, hábil resulta concluir que la norma en análisis abarca sin distingo todas las hipótesis en que una conducta conlleva como pena la de inhabilitación, quedando por tanto vedada la concesión del instituto en todos esos supuestos. En apoyo de esta tesitura, tiene dicho Creus que, aunque por diferente línea argumental, llega al mismo final, ya que concluye que "... la circunstancia de que esa inhabilitación esté prevista sólo como pena conjunta o alternativa, y no principal, no varía la situación, habida cuenta de la expresa contemplación en la misma ley del supuesto de la multa conjunta o alternativa para llegar a un resultado distinto; a ello podría todavía añadirse que no por ser pena conjunta o alternativa se pierde la calidad de pena típica, lo que es suficiente para satisfacer la exigencia del artículo 76 bis, párrafo, 8º del Código Penal..." . (Creus, Carlos, "Notas provisionales sobre la suspensión del juicio a prueba, ley 24.316", citado en "Suspensión del Juicio a prueba" de Julio De Olazabal antes mencionado, pág. 56). Por último, a los fines de contestar cierta corriente doctrinaria que sostiene que la aplicación del dispositivo en trato debe entenderse cuando verse sobre delitos que tenga pena exclusiva de inhabilitación, debo decir que del repaso de la totalidad de los delitos contenidos en la parte especial del Código Penal, surge con extrema claridad que los únicos que cumplen con la condición aludida son los previstos en los artículos 260, 264, 273 y 274 de ese plexo normativo, en donde los sujetos activos son funcionarios públicos que cometen el ilícito en ejercicio de sus funciones. Si a ello le agregamos que el Legislador, en el séptimo párrafo del artículo 76 bis, prohíbe expresamente conceder la suspensión del juicio a prueba al funcionario público que, en ejercicio de sus funciones, hubiese participado en un delito, debo concluir necesariamente que la redacción de los dos supuestos normativos devendría redundante, por reglamentar en dos acápites distintos una misma situación, dado que tiene dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación en forma inveterada que "la inconsecuencia o falta de previsión del legislador no se suponen y por ende, se reconoce como principio que las leyes han de interpretarse siempre evitando conferirles un sentido que ponga en pugna sus disposiciones, destruyendo las unas por las otras y adoptando como verdadero el que la concilie y deje a todas con valor y efecto" (Fallos: 300:1080; 315:727; 310:195 y 320:1090 y 1962, entre muchos otros), por lo cual las leyes deben interpretarse conforme el sentido propio de las palabras, computando que los términos empleados no son superfluos sino que han sido empleados con algún propósito, sea de ampliar, limitar o corregir los conceptos (Fallos: 200:165; 310:195; 312:1614; 313:132 y 1149, entre muchos otros). En cuanto a la invocación que se hace del fallo “N.” del Cimero Tribunal Nacional, (Fallos, 326: XLI, rta. 23/04/2008), he de decir que el mismo solo puede ser aplicado al caso en particular, no existiendo a la fecha otros pronunciamientos de igual tenor que conviertan a la opinión en doctrina legal del Tribunal. A ello debo añadir que en el precedente analizado, no se hace tratamiento específico de la cuestión sino que se hace una simple remisión a los fundamentos del fallo “Acosta” (Fallos, 331:858) en el cual se imputaba el delito previsto y reprimido en el art. 14 inciso 1° de la ley 23.737 que no está conminado con pena de inhabilitación, por lo que la admisibilidad de la procedencia de la suspensión del juicio a prueba en el caso “Norverto” resulta meramente tácita dado que a éste se le atribuía la infracción al artículo 302 del Código Penal que sí contiene la pena de inhabilitación entre sus sanciones , lo que resta entidad vinculante al mismo. Finalmente, en lo que respecta a la cuestión relativa a la necesidad de contar con dictamen fiscal favorable como condición de procedencia del instituto en cuestión, he de adherir a lo dicho por el Dr. Sal Llargues por sus mismas razones y fundamentos. Voto en consecuencia por la AFIRMATIVA en cuanto a la admisibilidad del recurso de casación deducido por el imputado y su defensa contra la decisión que deniega la concesión de la suspensión del proceso a prueba y el carácter vinculante del dictamen fiscal para la adopción de tal temperamento y por la NEGATIVA en cuanto a la procedencia del aludido instituto en aquellos delitos conminados con pena de inhabilitación, ya sea que ella sea impuesta como principal, conjunta o accesoria. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la negativa; a la tercera cuestión: voto por la negativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Natiello, dijo: 1. En cuanto a la inquisitoria deducida tendiente a dilucidar si la denegatoria de la suspensión del proceso a prueba puede ser equiparada a sentencia definitiva y, por ende, impugnable mediante recurso de casación, debo decir que si bien he sido participe de antaño de la postura restrictiva de esta sede sobre la inadmisibilidad de este tipo de resoluciones, un nuevo análisis de la situación me ha llevado a ser permeable a la apertura de esta sede en supuestos como el presente. En esa inteligencia, he mutado como integrante de la Sala IV (v. causa nº 54.684 “S.”) hacia la postura favorable a la admisibilidad del recurso de casación en estos casos tomando como parámetro la doctrina sentada por el Corte Suprema de Justicia de la Nación que ha establecido que si bien “las resoluciones cuya consecuencia sea la obligación de seguir sometido a proceso criminal no reúnen por regla, la calidad de sentencia definitiva a los efectos del art. 14 de la ley 48 (Fallos: 307:1030, 310:195, entre otros) corresponde hacer excepción a dicha regla en los casos en los cuales su aplicación podría provocar un gravamen de insuficiente, imposible o tardía reparación posterior... Que el caso sometido a estudio del Tribunal constituye una de esas excepciones puesto que...el gravamen no resulta susceptible de reparación posterior, en tanto restringe el derecho del procesado a poner fin la acción y evitar la imposición de una pena. Es que la finalidad de quien requiere la suspensión del juicio a prueba no es la de obtener una sentencia absolutoria, sino la de no seguir sometido a proceso mediante la extinción de la acción penal... En el caso sometido a estudio del Tribunal el recurso extraordinario resulta formalmente procedente con base en la doctrina de esta Corte sobre arbitrariedad, puesto que el a quo no hizo lugar a la vía recursiva sobre la base de fórmulas genéricas y abstractas, tales como la supuesta naturaleza “irrecurrible” de la resolución impugnada, omitiendo considerar los planteos de la defensa referentes a que la decisión debía ser equiparada a sentencia definitiva...” (Fallos 320:2451). Dicha interpretación, en mi entendimiento, es la mas acorde y viene a consagrar una igualdad de armas, en cuanto al acceso a las vías recursivas, tanto para el Ministerio Público Fiscal como para la defensa que se históricamente se encontró denegada. Por lo expuesto considero que a esta primera parcela de análisis, respecto a la procedencia de la resolución que rechaza el pedido de suspensión de juicio a prueba, corresponde propugnar su admisibilidad. 2. En cuanto al abordaje sobre los otros temas colindantes no traídos a discusión por el solicitante pero que hacen a un análisis lógico y completo relativo al alcance y límite de la aplicación del instituto en trato dentro de la órbita judicial, paso ha exponer lo siguiente: I. Abriré el fuego analizando la procedencia o no de la suspensión del proceso a prueba –regulado en los arts. 76 bis, ter y quater del C.P. y 404 del C.P.P.- respecto de ilícitos penados con determinado monto o cierta especie de pena. En esa faena, si bien desde antaño he sido partidario de la más rígida y estricta postura en cuanto a la admisión de la mal llamada “probation”, una nueva revisión de mi pensamiento basada en los antecedentes parlamentarios y los fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación in re “A.” (causa A.2186 XLI) y “N.” (causa N.326.XLI) me han inclinado a variar mi posición y ser más permeable a la viabilidad del instituto en cuestión. II. Con la entrada en vigencia de la ley 24.316, (B.O. 19/05/1994), que vino a incorporar en el Código Penal el título XII bajo la denominación “De la suspensión del juicio a prueba”, dos corrientes de pensamiento se erigieron en una discusión en torno al alcance que tenía el instituto que fuera instaurado. Tanto a nivel doctrinario, como jurisprudencial, aparecieron las denominadas “tesis amplia” y “tesis restringida” las cuales en líneas generales postulaban: la amplia que a) el art. 76 bis contempla dos grupos de casos, la del primer y segundo párrafos (delito o concurso de delitos cuyo máximo de pena considerada en abstracto no supere los 3 años de privación de libertad) y la del cuarto párrafo (aquellos delitos que, previendo la ley un máximo de pena mayor a 3 años, permiten el cumplimiento condicional de la eventual condena de acuerdo a las pautas establecidas en el Libro I, Título III del C.P); y b) la prohibición establecida en el penúltimo párrafo del art. 76 bis, es aplicable únicamente al caso en que la inhabilitación aparezca como pena principal y en forma exclusiva, no así cuando ésta sea pena conjunta o accesoria. Por el contrario, la tesis restringida, sostiene básicamente que: a) el art. 76 bis contempla sólo una situación; y, b) no procede la suspensión del juicio a prueba cuando el delito tiene prevista pena de inhabilitación como principal, conjunta o alternativa. III. Con ese piso de marcha, un replanteo de mi pensamiento me lleva a mutar, reitero, mi postura inclinándome ahora por la adopción de la denominada “tesis amplia” que mejor se ajusta a la realidad social de la provincia de Buenos Aires a lo que se suma razones de política criminal. No es ocioso recordar que la naturaleza jurídica del instituto en trato es la de una medida de tratamiento social con el objeto de evitar –en casos como el presente- una absurda criminilización del imputado, siendo además que debe interpretarse como una medida apta para descongestionamiento de la labor de los tribunales –evitando por ejemplo la celebración del juicio- y de este modo lograr un mejor y efectivo acceso a la justicia de conformidad a la manda constitucional; se evita así una innecesaria puesta en marcha del complejo mecanismo jurisdiccional en aquellas situaciones en las cuales la aplicación del instituto adquiere mayor relevancia con mejores resultados materiales privilegiando la reparación de la víctima. Claro está que esto no significa la obtención de una sentencia absolutoria pues sólo basta recordar que en definitiva el procesado seguirá sometido al control de los órganos jurisdiccionales. IV. Planteada así, por ende, la naturaleza jurídica del instituto y mi adhesión a la tesis amplia, debo expedirme respecto de otro controvertido en la doctrina cual es el alcance de la “conformidad de la parte acusadora” reclamada por la ley para la suspensión del proceso a prueba. Aquí coincido en la necesidad de contar con dictamen fiscal favorable como condición de procedencia del instituto en cuestión, puesto que si el efecto definitivo del instituto es la extinción de la acción penal, entonces el Estado titular de las acciones, que pueden ser involucradas en el instituto, es elemento esencial de la cuestión a través de su representante el Ministerio Fiscal. Si bien esa aquiescencia -que implica la resignación por el fiscal del ejercicio de la acción en aras de la resolución del conflicto que la generó-, resulta ser indispensable y necesaria para su procedencia, soy de la idea que su oposición debe estar revestida de ciertos requisitos. Así, no puede el fiscal oponerse alegando simplemente que su deseo es proseguir con el ejercicio de la acción penal. A estar a la letra del art. 54 de la ley Orgánica del Ministerio Público, “...el Agente Fiscal desarrollará su tarea actuando con criterio objetivo, sin ocultar elementos de prueba favorable a la Defensa” y, con referencia a situaciones como las de autos, establece el art. 67 de ese texto que “A fin de propiciar fórmulas conciliatorias, la aplicación al caso del procedimiento abreviado o la suspensión del juicio a prueba, el fiscal interviniente deberá promover entrevista con la defensa a los fines de consensuar criterios de actuación”. Cuando la ley habla de “criterios de actuación” a establecer en consenso, no puede razonablemente referirse a una resolución irrazonable e infundada. La razonabilidad viene exigida por la República, el fundamento, no sólo por aquélla sino porque –un argumento hermenéutico es invulnerable al necesario contralor, sea jerárquico en el ámbito del Ministerio Público, sea judicial –como en el presente- en el contexto de una impugnación. Se sostuvo en causa Nº 807 –de la ex Sala I que desde los albores de la casación el suscripto integrara- que “...Cuando se trata de delitos amenazados con pena que no excede de tres años, la concesión de la suspensión no tiene necesidad de contar con la aprobación del titular de la acción. Y no deja de ser lógico que así sea porque tampoco la necesita el juez para otorgar el beneficio de la condicionalidad (arts. 76 bis, primer párrafo, y 26 del C. P.). Si la pena en expectativa la sobrepasa, es decir el delito es más grave pero las circunstancias del caso permitieran dejar en suspenso el cumplimiento, comienza a gravitar el parecer del representante fiscal con facultad de imponer su veto, en razón de los intereses sociales que representa y la circunstancia de que el proceso penal, ritualmente iniciado, se paraliza con miras a la generación de un acto con potencialidad extintiva de la acción penal (art. 76 bis, párrafo 4to., del texto fondal; desde un punto de vista general: Julio de Olazábal, "Suspensión del juicio a prueba", Astrea, Bs. As., 1994, p. 18). De ahí que en el caso, tratándose de un robo simple, el Tribunal se ajustó a derecho al fundar su rechazo en ausencia de aquiescencia fiscal. En el orden local, el art. 404 del C.P.P., ley 11.922, hace insoslayable el acuerdo fiscal. En el caso, no habiéndose atacado la constitucionalidad de esta norma que eventualmente puede reputarse contraria a preceptos de superior jerarquía (art. 31 de la Constitución Nacional y sent. de este Tribunal del 23/9/99 en causa 30, "R."), el proceder del órgano jurisdiccional de grado aparece como formalmente incensurable en esta sede. De ahí que tampoco desde este angular quepa acoger el recurso planteado...”. Como puede advertirse, si el Fiscal no presta conformidad alegando oponerse “...en defensa de los intereses sociales que representa respecto de ambos imputados, pues es deseo del fiscal proseguir con el ejercicio de la acción penal...”, esa oposición devendría infundada. Sería una afirmación dogmática y desprovista de toda fundamentación: no explicaría por qué debe proseguir el proceso puesto que ello no puede ser fruto del capricho del acusador sino de ese ejercicio que el Estado ha dejado a su cargo. Esos conceptos, a su vez, no son otra cosa que lo que establece el art. 1º de la aludida Ley Orgánica del Ministerio Público que le asigna a sus integrantes la obligación de actuar “...con legitimación plena en defensa de los intereses de la sociedad y en resguardo de la vigencia equilibrada de los valores jurídicos consagrados en las disposiciones constitucionales y legales...”. Y entonces se hace necesario acudir a la norma del art. 76 bis del C.P. en donde queda dicho que esa suspensión se asocia a la concesión de la condenación condicional, a cuya reglamentación reenvía. Como resulta clara la norma del art. 26 del mismo texto de fondo ordena, bajo sanción de nulidad, que el auto que dispone la ejecución condicional de la pena sea fundado expresamente. Va más lejos aún el texto indicado, puesto que suministra al juzgador los parámetros a discernir para elaborar su decisión. La decisión debe fundarse “...en la personalidad moral del condenado, su actitud posterior al delito, los motivos que lo impulsaron a delinquir, la naturaleza del hecho y las demás circunstancias que demuestren la inconveniencia de aplicar efectivamente la privación de libertad...”. La misma disposición establece que el tribunal puede reclamar informaciones al efecto y faculta a las partes a aportar prueba útil. De tal suerte resulta claro que la suspensión procede cuando medien circunstancias de las enumeradas, ó alguna otra que, contingentemente, se presente y aconseje ese temperamento. Esto es lo que demuestra que la oposición del acusador a dicha suspensión ha de ser fundada en alguna de las circunstancias aludidas puesto que de lo contrario, esa resolución sería irrevisable en el contexto del Ministerio que el funcionario integra o en el marco de una impugnación como la presente. Estos razonamientos hermenéuticos son repugnantes a la Constitución estadual que -cuando reclama la fundamentación– no puede entenderse referida sólo a los actos de los organismos jurisdiccionales. V. Por otra parte, y en lo que hace a la determinación del alcance del penúltimo párrafo del art. 76 bis del Código Penal, otra controversia se suscita. En ese camino, corresponde analizar la procedencia del instituto para el caso de delitos reprimidos con pena de inhabilitación. Como expuse ut supra, la “tesis amplia” ve solamente un obstáculo en aquellos casos en donde la inhabilitación estuviera prevista como pena principal, por el contrario, para la tesis restringida el impedimento aparece directamente cuando existe pena de inhabilitación, independientemente si se trata de pena principal, alternativa o conjunta; ergo, la posición que deniega el instituto de la suspensión del proceso a prueba por tratarse de delitos reprimidos en los arts. 84 y 94 del C.P que poseen pena de inhabilitación conminada de manera conjunta a la de prisión –en función de la utilización de una conjunción copulativa-, resultan tributarios de la tesis restringida. A mi juicio, la interpretación correcta de la disposición legal en juego (penúltimo párrafo del art. 76 bis del C.P.) es la propiciada por la tesis amplia, esto es, sólo existe un obstáculo legal para conceder el instituto de la suspensión del juicio a prueba en aquellos casos en los cuales la pena de inhabilitación aparece conminada de manera principal y exclusiva, no así en los supuestos en donde funciona como pena accesoria (art. 12, CP), alternativa o conjunta. Se impone, entonces, la tesis expuesta a partir de una interpretación teleológica, pues ésta resulta más idónea para cumplir los fines político-criminales que subyacen el texto de la ley, dado que una aplicación amplia del instituto permite, por un lado, evitar el estigma de la condena con todo lo que ello implica en el ámbito familiar, laboral, social, etc. de una persona y, por el otro, conlleva una mejor racionalización de los recursos en lo que a la persecución y juzgamiento de los delitos concierne, posibilitando su concentración en los casos más graves. VI. Asimismo, debo decir que si bien la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador, y la primer fuente para determinar esa voluntad “es la ley”, esa voluntad y la letra de la ley -que también está hecha con la presunción de su cumplimiento-, debe ser interpretada, para evitar colisiones contra los principios de la Carta Magna, recurriendo a la jerarquía de principios a fin de evitar incongruencias que pudieren reñir con la ley fundamental. Es que, el aforismo “dura lex, sed lex” más sabe a discusiones retóricas y, del propio concepto de ley, surge la necesidad de los óranos jurisdiccionales de completar en el caso concreto la voluntad del legislador dándole sentido a la racionalidad del precepto legal (conf. Aristóteles. Etica a Nicómaco; Santo Tomas de Aquino, Suma Teológica, qs. 90-97). En este camino, basarnos en la estricta letra de la ley puede llevarnos a desvirtuar el propio sentido legal, llegando incluso a tornarla injusta en al concreción racional de su aplicación, claro está con la única limitación de no violentar el principio de legalidad penal. De esta manera parece suceder si nos atenemos al contenido estricto del último párrafo del artículo 76 bis del Código Penal. VII. Incluso, mayor sustento otorga ahora mi inclinación por la tesis amplia, el hecho que la tesis restrictiva desemboca -en este punto- en una interpretación contraria a los principios de igualdad, racionalidad y proporcionalidad, tornado viable el instituto frente a casos más graves que los delitos culposos que se encuentran conminados con penas de prisión e inhabilitación en forma conjunta; siendo que el propio legislador ha otorgado un papel preponderante a la gravedad del delito (el art. 76 ter, párrafo primero, del C.P. dice: “El tiempo de la suspensión del juicio será fijado por el Tribunal entre uno y tres años, según la gravedad del delito...”). Así, resulta sumamente incongruente e inconsistente beneficiar a los imputados de delitos dolosos y perjudicar a los de delitos culposos, circunstancia que evidencia una desigualdad patente si pensamos en que el autor de lesiones leves dolosas podría acceder al beneficio, más le sería negado si ese mismo sujeto causare un resultado equivalente pero como consecuencia de su comportamiento negligente; de manera que si analizamos bien el caso, el autor del hecho más grave se vería favorecido porque el delito cometido no aparece conminado –conjuntamente- con la menor de las sanciones punitivas (inhabilitación), de acuerdo al orden establecido por el artículo 5º del Código Penal. Sostener, reedito, los postulados de la llamada tesis restrictiva, donde no procedería la aplicación del instituto en aquellos casos en los cuales aparece estipulada la pena de inhabilitación, violentaría el sentido de la Carta Magna, desde que directamente afectaría los principios de igualdad ante la ley y los principios de racionalidad y proporcionalidad. Si bien es cierto que la doctrina del Máximo Tribunal Constitucional, inveteradamente ha sostenido que el principio de igualdad debe entenderse siempre en iguales circunstancias, eso no implica que pueda llegarse a situaciones inconsistentes e incongruentes y debe ser interpretado en la correcta hermenéutica legal en el caso concreto. Y porque digo esto, obsérvese que la negación del instituto en trato llevaría –reafirmo- a la irracionalidad de beneficiar al imputado de un delito doloso (dogmáticamente más grave) y perjudicar a quien negligente o imprudentemente produce un hecho (culpabilidad más leve). La desigualdad es evidente y permítaseme recurrir al ejemplo de quien siendo autor de un delito de lesiones del artículo 89 del Código Penal se vería favorecido por la mal llamada “probation”, mientras que a quien se encuentra dentro del tipo objetivo del artículo 94 del Código Penal se le negaría, de por sí y sin mayores fundamentos, el beneficio del artículo 76 bis de digesto de fondo. Así, ante el hecho concreto el autor de unas lesiones culposas se vería obligado –para acceder al beneficio- a mentir modificando la intención del resultado. Conceder lo contrario implica desconocer el sentido legal cayendo en el absurdo y la irracionalidad de la aplicación de la ley penal, incluso corresponde recurrir al debate parlamentario donde el senador nacional A. A. sostuvo que lo pretendido por el instituto es nada mas y nada menos atender a quien comete un delito ocasional o por primera vez en la vida o una sola vez en su historia personal (Antecedentes Parlamentarios, La Ley, t. 1995 pág. 186). Por su parte el principio constitucional de necesaria racionalidad de los actos de gobierno (artículo 1º de la Constitución Nacional) impone que los imputados de delitos reprimidos con penas más leves no sean tratados de un modo mas severo que aquellos a quienes se atribuyen delitos sancionados con penas de mayor gravedad (conf. Código Penal y normas complementarias. Análisis doctrinario y jurisprudencial. David Baigún. Eugenio Zaffaroni. Tomo II, artículos 35/78 Parte General, Editorial Hammurabi, págs. 830/834). VIII. Desde otra arista, hago míos los fundamentos que se dieran por mi colega de este Alto Tribunal, Dr. Martín Manuel Ordoqui, en causa 54.908 “ R., H. s/ recurso de queja” por ante la actual Sala V, cuando sostuvo que “se impone esta tesis (la llamada amplia) frente a una interpretación acorde con el régimen de la condenación condicional...nadie ha negado aplicar el art. 26 frente a delitos que aparezcan reprimidos con pena de prisión en conjunto con la de inhabilitación; es una práctica aceptada de manera unánime, la que dispone la ejecución condicional de la pena privativa de libertad y, al mismo tiempo, manda a cumplir la pena de inhabilitación impuesta...A partir de esto último, no hay razón valedera para interpretar con mayores restricciones el instituto de la suspensión del juicio a prueba, que el de la condenación condicional.”. IX. Finalmente, en congruencia con la naturaleza jurídica del instituto, pueden adunarse mayores fundamentos a la viabilidad de la procedencia, aún cuando la pena prevista sea la de inhabilitación, recurriendo a una interpretación teleológica de la norma. Es el mismo diputado por la provincia de Córdoba, doctor Hernández creador del proyecto, quien afirma que “el proyecto que estamos tratando tiene una importancia excepcional porque implica sentar las bases de una nueva política criminal para la Argentina” y “es esencial cambiar para nuestra política criminal, porque así vamos a poner énfasis en el juzgamiento de los delitos mas graves que se producen en la sociedad y vamos a impedir que los tribunales vean perturbado su funcionamiento por el tratamiento de las causas mas leves”. Sostuvo también que “a partir del siglo pasado las penas cortas privativas de libertad producían efectos evidentemente negativos en el objetivo de la represión penal y, sobre todo, de la resocialización del condenado”. En complemento con lo anterior sostuvo el senador A. A. en el mismo debate parlamentario: “desde siempre la ley penal ha intentado incorporar algunos modos de limitar la aplicación de las penas o algunos métodos para sustituir las penas cortas de prisión”. Estas consideraciones de política criminal contenidas en el debate parlamentarios son entonces fundamentales para la correcta intelección del texto de la ley demostrando la irracionalidad y desigualdad de sostener una tesis extremadamente restrictiva y los beneficios –siendo éste el sentido perseguido por la ley- de adoptar la tesis amplia que se condice no solo con la correcta interpretación del texto constitucional sino también con el sentido que se le quiso dar a la viabilidad político-criminal del instituto. Entonces no veo que la mera previsión legal de una pena de inhabilitación sea un obstáculo para la concesión del beneficio para esos llamados delitos “leves”, sino mas bien que al ser conjugado e interpretado en relación a los principios constitucionales puede ser “indicadora de la necesidad de imponer alguna condición que tienda a contrarrestar el riesgo social que probablemente haya generado una determinada conducta atribuida en el proceso.” (cfr. Código Penal. obra cit.). No parece razonable –ni mucho menos justo- negar el acceso a la suspensión del juicio a prueba en delitos que posean pena de inhabilitación y que obedezcan a un obrar culposo -y que por ello, en la generalidad de los casos implican un contenido de injusto de poca consideración- y, en cambio, admitir tal posibilidad a imputados de delitos dolosos -como ciertos robos calificados- puesto que ello implicaría lesionar el principio de razonabilidad (art 28, CN). X. En definitiva, por la interpretación llevada a cabo de la presente cláusula, en consulta con los fines político-criminales que la inspiraron y, siendo que su interpretación literal llevaría a conclusiones irrazonables, soy de la opinión procedente respecto del instituto de la suspensión del proceso a prueba para aquellos casos en los que se prevea una pena de inhabilitación en forma accesoria o conjunta a la privativa de libertad. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Violini, dijo: Por un lado, la resolución que deniega la suspensión de juicio a prueba, resulta equiparable a sentencia definitiva a efectos de la procedencia del recurso de casación al constituir un perjuicio de imposible reparación ulterior para el imputado, conculcando su derecho a poner fin a la acción y evitar la imposición de pena, en tanto no podrá reeditar dicha solicitud en etapas ulteriores del proceso (art. 76 ter cuarto párrafo C.P.). En segundo lugar, participo de la postura que la suspensión del juicio a prueba se aplica a delitos cuyo máximo de pena de prisión o reclusión no exceda de tres años (art. 76 bis 1° y 3° párrafo del Código Penal) por un lado, y delitos en los que las circunstancias del caso permiten dejar en suspenso la condena aplicable (artículo 76 bis 4° párrafo) independientemente del máximo de escala penal prevista, por el otro, adhiriendo en consecuencia a la “tesis amplia” en esta materia. A su vez, que la pena de aplicación sea dejada en suspenso, debe constreñirse al caso particular, correspondiendo al Tribunal Criminal, Juez Correccional o de Garantías según el caso, el análisis de los requisitos específicos para que la misma sea procedente (artículo 26 del Código Penal). Finalmente es doctrina de la CSJN que la pena conjunta de inhabilitación no es óbice para la concesión del instituto en trato. En lo restante, adhiero al voto del Dr. Sal Llargués. Por lo tanto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Carral, dijo: Nada que no sobre puedo agregar al voto del doctor Sal Llargués, con quien además –como es sabido- compartimos Sala en la actualidad- y lo señalado en su voto es doctrina unánime de la novel Sala Primera como lo fue también en años anteriores cuando integraba el colegiado con los doctores Violini y Borinsky en la Sala Tercera, razones por las que adelanto mi adhesión integral al voto por el que se abre el acuerdo. No obstante lo anterior, y más allá que el abordaje asumido en el tratamiento excede a la convocatoria inicial, en buena hora a esta altura porque se ha erigido en una respuesta que permitirá unificar varios posiciones dispares en torno a la aplicación del instituto de la Suspensión del Juicio a Prueba y en tiempo razonable de respuesta, el elaborado voto del Señor Juez doctor Mancini, a través de algunas de sus consideraciones invita a efectuar una serie de reflexiones en la misma clave de obiter dictum. Así es que sin tanto alambique e intentando alcanzar la modestia suficiente a la que llama el distinguido colega para revisar criterios ya sentados con anterioridad, me parece oportuno compartir algunas apreciaciones. Partimos de una misma preocupación y de una inicial premisa coincidente, en tanto en la cotidianeidad no sólo está en juego el carácter científico de las decisiones judiciales sino, por sobre todo, la legitimación de las mismas y con ello la capacidad y legitimación del tercer poder, el judicial. Es que los integrantes del poder judicial y sobre esto enciende con razón –el doctor Mancini- una de las primeras alarmas de su razonamiento, no están legitimados democráticamente en sus decisiones, al menos de forma directa, por lo que nuestra actividad jurisdiccional encuentra legitimación cuando la sentencias puedan ser explicadas en esencia por la decisión del legislador, quien sí está legitimado democráticamente y tiene la genuina representación del pueblo. Ahora bien, desde aquella desconfianza de Montesquieu hacia la actividad de los jueces en épocas que siguieran a la Revolución Francesa a los compromisos internacionales asumidos por los Estados Soberanos en la época de la segunda posguerra hasta la actualidad, se han visto variar sustancialmente tanto el rol de los jueces como la forma obtención y aplicación del derecho. Ni hablar si a todo ello le sumamos algún ingrediente que tenga que ver con la finalidad de la principal herramienta represiva del Estado en nuestra ciencia, vale decir “la Pena”, en constante proceso de crítica y, felizmente, verificación empírica sobre su implementación. De allí que frente a la consideración efectuada por el distinguido colega Mancini en punto a la exégesis puramente literal que propugna a los efectos de analizar la operatividad del instituto bajo examen, la misma refleja ciertas características propias del método positivista de corte decimonónico o napoleónico. Como es sabido, en lo que a la aplicación del derecho interesa tal corriente pregonaba, a grandes rasgos, que la labor jurisdiccional debía limitarse a la mera subsunción de los extremos del caso en los términos de le ley a fin de verificar, sólo verificar, la reunión de los presupuestos de hecho previsto en la misma en miras a la aplicación de la consecuencia jurídica allí también prevista. De allí la famosa frase atribuida a Napoleón al ser enterado acerca de que su código estaba siendo comentado e interpretado por juristas y magistrados: “mi código está perdido”. La ley no se “interpretaba” sino que se “aplicaba”; todo el Derecho estaba en la ley y nada fuera de ella. En este orden de ideas, cabe remarcar que las directrices centrales de la mentada metodología de interpretación resulta incluso más cerrada o restrictiva que la propuesta en el siglo XX por la corriente epistemológica más conspicua del positivismo jurídico que tuviera su auge durante gran parte de tal período. En rigor, desde tal tribuna de doctrina se ha sostenido que la iuris dictio o acto de “decir el derecho” no tiene el carácter simplemente declarativo que sugieren estos términos y que afirman ciertas teorías, para las cuales el derecho se encuentra ya totalmente contenido en la norma general de la ley y el tribunal no tiene otra misión que verificar su existencia. La jurisdicción tiene, por el contrario, un carácter netamente constitutivo. Es un verdadero acto creador de derecho, puesto que solamente merced a ella se comprueba la existencia de un hecho ilícito y se aplica una sanción. La relación entre el hecho ilícito y la sanción no es establecida por la ley sino de manera abstracta y general. Para individualizarla y concretarla es preciso un acto jurisdiccional que establezca una norma jurídica individual y constituya una nueva etapa en el proceso de creación del derecho (Cfr. Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, Eudeba, 4ª ed., 2003, p. 121). A raíz de lo expuesto anteriormente, resulta al menos llamativo que el distinguido colega Mancini se refiera a su propio abordaje jurídico del presente caso como una “postura hermenéutica”. Ello así toda vez que la hermenéutica, a grandes rasgos y más allá de las distintas corrientes que en su marco se generaron -sobre todo en Alemania a partir de la segunda mitad del siglo XX a través de las obras de célebres jusfilósofos tales como Gadamer, Kaufmann, Hassemer, entre otros-; no implica sino una práctica interpretativa tendiente a declarar, esclarecer, traducir, o bien, “resignificar” el sentido de un determinado sistema de significados como en definitiva lo es un texto legal. En efecto, y por cierto, dicha operatoria se diferencia claramente de la exégesis mera y puramente literal que propone aquél magistrado en su obiter dictum. No obstante, no podemos soslayar que en el año 1994 hubo una reforma constitucional y aunque con antelación no era discutible la supremacía de nuestra Carta Magna, esta relación respecto de nuestra legislación interna se profundizó a partir de lo que se denomina Bloque Constitucional Federal. (art.75 inc.22 CN) Es que nuestra República, desde los albores como nación organizada, privilegió siempre una aplicación de las leyes mediante una interpretación que la tornaba compatible con el texto y espíritu de la Constitución Nacional (vgr. Fallos 32:120, “S.” de 1887), prefiriendo este carril a la declaración de inconstitucionalidad que fue siempre visto, y con buenas razones, como un acto perturbador del sistema democrático, al que sólo cabe echar mano cuando el texto o sentido de la norma no permita una exégesis a tono con nuestros principios fundacionales. Esto no es un invento criollo, este principio interpretativo era ya patrimonio de los Estados Unidos de Norteamérica a principios del siglo XIX (“M. vs. T. C. B.” (5 U.S.64) resuelto en 1804, probablemente doctrina de la que se haya abrevado por estos extremos del sur, a partir de lo cual, y gracias a esa metodología que puso por delante en la tarea hermenéutica los intereses y garantías Constitucionales -pese que por algún tiempo fue olvidado en nuestra práctica judicial- hoy la vigencia y custodia de los derechos humanos ha avanzado poniendo en crisis textos normativos de rango inferior que impedían –desde una ciega aplicación- que los habitantes de este suelo gocen materialmente de sus derechos. En ese marco se inscriben muchas de las decisiones de la Corte Federal de los últimos años que a través de precedentes como “Quiroga”; “G.”, “B.”, “D. de F.”, “P. C.”,”V.”, “C.”, “M. A.” ”A.” y más recientemente “N.”, entre muchos otros, privilegiaron la operatividad de las garantías constitucionales en detrimento de los textos de inferior jerarquía. Ninguno de estos avances hubiera sido posible en un contexto de un ciego positivismo. Es que nadie debiera asustarse si en la tarea jurisdiccional de asignar sentido a los enunciados jurídicos y por tanto determinar su alcance normativo, se parte de un marco constitucional de interpretación, incluso como norte para encontrar el sentido de la norma. Ha sido el mismo Estado el que al asumir las obligaciones convencionales impone a su servicio jurisdiccional una mirada más amplia. Desde este enfoque es que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) afirmó la existencia de un “deber” de las autoridades judiciales nacionales de seguir su jurisprudencia al resolver los pleitos internos a través de la doctrina del control de convencionalidad. Es de notar que el precedente “A.” a partir del cual se sentara expresa doctrina judicial que permitiera resolver, al menos una parte de los conflictos interpretativos que generara el art.76 bis, remite por primera vez desde el Alto Tribunal, a una exégesis al amparo del “Principio pro Homine”, cuyo basamento constitucional encontramos en la CADH.(art.29). Esto fue reafirmado jurisprudencialmente desde que la CSJN en el caso “G.” estableció que la jurisprudencia de la Corte IDH debe servir de guía para la interpretación de las disposiciones de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) (Fallos318:514), en el caso “B.” extendió esa doctrina a la jurisprudencia de la Comisión IDH (Fallos 319:1840) y, finalmente, en el caso “M.” adoptó la doctrina del control de convencionalidad (Fallos 330:3248). Es que en definitiva una norma de derecho interno, en muchos de los casos no es otra cosa que una reglamentación de principios y garantías de orden superior y como tal, también en orden a la razonabilidad que deben tener los actos de gobierno en un régimen republicano, no puede desvirtuar o desnaturalizar el sentido de aquella de rango superior, lo que no pocas veces acontece con legislaciones de orden instrumental. No se puede desatender, tal como advierte Wroblewski, que el sistema judicial mantiene relaciones, de interdependencia con la sociedad; el derecho se crea, se aplica y funciona en el contexto de los hechos socio-psíquicos, de las relaciones sociales, de los condicionamientos económicos, políticos y culturales. Es por ello que en la tarea interpretativa que puede reclamar una norma tiene relevancia preguntarse de que órgano emanó, cuándo, dónde, cómo, para qué, muy a pesar de una extendida consideración que prescinde de toda valoración del contexto histórico. He dedicado algunos párrafos -en oportunidad de aquel acuerdo plenario sobre la aplicación del art.41 bis al homicidio- destinados a poner en evidencia las consecuencias de las últimas reformas de fondo que quebraron la sistematización de la que hasta hace no tantos años podía presumirse de nuestro Código Penal, llevando ahora la relación entre algunas de sus normas a absurdos que no superan un mínimo juicio de logicidad. Sin embargo, entre tanta niebla, se inscribió en nuestra ley de fondo este instituto de la suspensión de juicio a prueba, luego de unos años valorado como una importante herramienta de política criminal, a punto de que aquellos criterios que hicieran mayoría en el plenario “K.” de la Cámara por entonces denominada Nacional de Casación Penal, no son hoy sostenidos ni por los operadores encargados de la persecución pública penal a nivel federal, y basta con ello acudir a las Instrucciones Generales que se impartieran al respecto desde la Procuración General de la Nación. En la provincia de Buenos Aires, este instituto ha sido complementario de una política criminal estatuida a nivel provincial y por ello, de naturaleza instrumental, que ha sido pionera en la resolución de conflictos con expresa consideración de los intereses de las víctimas procurando la paz social con una intervención estatal que –para determinados casos- privilegia un modelo consensual a un modelo punitivo. Como explicar entonces, la legislación que promovió en el año 2004 inicialmente la posibilidad de disponibilidad motivada de la acción penal bajo criterios especiales de archivo (art.56 bis ley 13.183) para ya en el año 2006, instaurar un novedoso sistema de resolución alternativa de conflictos (ley 13433). Con algunas expresas excepciones, de notable lógica en función del desvalor de esas conductas o en su caso los deberes institucionales quebrantados por sus autores, esta ley permite entre las posibilidades de “resolución alternativa” y con ello la procedencia del archivo, su empleo en muchos de los ilícitos que han sido eje de controversias respecto ya de la aplicación de la suspensión del juicio a prueba. Recordemos que admite la aplicación de la resolución alternativa a ilícitos cuya pena máxima no supere los 6 años, resultando que a través de los tres (3) canales de resolución consensual (art.38 de la ley de Ministerio Público, los criterios especiales de archivo (ley 13.183) y la resolución alternativa de conflictos (ley 13433), según indican las estadísticas a nivel provincial, son numerosos los casos de delitos con pena de inhabilitación que han sido resueltos bajo algunas de esas modalidades (Vgr. Homicidio imprudente, lesiones imprudentes, etc) Esto también tiene que ver con un cambio de paradigma en la tarea jurisdiccional, aunque asumirlo nos lleve tiempo y esfuerzo dada nuestra formación en un esquema de justicia retributiva -en el mejor de los casos de corte adversarial- hay que repensar sobre la base de la política criminal que reclama hoy también para una importante porción de conflictos un modelo de “justicia restaurativa”. En palabras prestadas, entendemos que desde el propósito y objetivo de “afianzar la justicia” estampado en el Preámbulo por los constituyentes argentinos de 1853, hasta el principio fundamental del aseguramiento de “la eficaz prestación de los servicios de justicia” incorporado en la reforma de 1994 (art.114, tercer párrafo, inc.6, in fine) y el paralelo cuanto acrecentador art.15 de la Constitución de nuestra provincia de Buenos Aires, también introducido en 1994, que impone el imperativo de la tutela judicial continua y efectiva, y que se integran con las garantías judiciales del art. 8 de la CADH, entre otras, constituye un bloque judicial de constitucionalidad, que conforma el “núcleo duro” en el que se asienta la tutela concreta, efectiva y puntual de los derechos de los ciudadanos, y todo esto no es patrimonio de ningún constitucionalismo moderno, es, simplemente, la Constitución. En consecuencia, con este agregado, adhiriendo al voto del doctor Benjamín Sal Llargués a esta primera cuestión VOTO POR LA AFIRMATIVA. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Borinsky, dijo: Adhiero al voto del Dr. Sal Llargués en igual sentido y por los mismos fundamentos. Por lo tanto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Mahiques, dijo: I. La cuestión a dilucidar, consiste en si el rechazo de la petición de suspensión del juicio a prueba, puede ser equiparado a sentencia definitiva y por tanto objeto de recurso de casación. Debo recordar, que este Tribunal de Casación se pronunció en pleno (Acuerdos plenarios N°2924 y 5627, respectivamente) a favor del criterio restrictivo acerca de la interpretación de cuáles son las resoluciones impugnables ante esta sede extraordinaria, como así también por la reafirmación del principio de taxatividad en la determinación del objeto de los recursos. En el último de los pronunciamientos citados, a cuyos fundamentos me remito, precisé cuales eran los requisitos para considerar que una resolución que no constituía, en principio, sentencia definitiva, pudiera ser considerada como tal. A la luz de aquellos argumentos, concluyo que la resolución que rechaza el pedido de suspensión del juicio a prueba, carece de las cualidades distintivas enunciadas, y consecuentemente, no es pasible de ser impugnada ante esta sede, si no se advierten en tales situaciones, circunstancias manifiestamente arbitrarias, denegación de justicia, absurdo o gravedad institucional que habiliten a excepcionar la regla general expresada. II. Ahora bien, convengo con el primer ponente, Dr. Sal Llargués en que, no sería completa la respuesta, si no se fijaran también las pautas hermenéuticas sobre los límites y alcances en la aplicación judicial de aquel instituto. Como integrante de este Tribunal de Casación me he pronunciado en numerosas oportunidades en el sentido de la aplicación restringida de la suspensión de juicio a prueba, esto es, exclusivamente a los delitos cuya penalidad, considerada en abstracto, no supere los tres años de prisión (entre otras, R., J.G. s/rec. casación del particular damnificado; L., E., s/rec. del Fiscal General). Esa inteligencia era tributaria de una doctrina judicial afianzada a partir del plenario “K.” de la Cámara Nacional de Casación Penal. Sin embargo, antes del dictado de ese último fallo plenario –cuya doctrina resultaba vinculante para los tribunales de grado inferior- me había expedido en otro sentido como juez del Tribunal Oral en lo Criminal nro. 6 de la Capital Federal en la causa nro. 627, “P., M. F.”, del 20 de abril de 1999. Nuevas circunstancias -a las que cabe considerar en la actual realidad aplicativa del instituto de la suspensión de juicio a prueba-, imponen replantear la que parecía ser la exégesis más compatible con su significación jurídico y político criminal, y que ahora se revela inadecuada y contradictoria con principios básicos de igualdad, legalidad y justicia distributiva que informan el funcionamiento del sistema penal. Aquellos conceptos vertidos en la causa “P.” recobran, pues, actualidad y pertinencia, y, en consecuencia, habré de ceñirme en este voto a la textualidad de los conceptos allí expresados que, en una nueva “contextualidad”, muestran que la cuestión traída a decisión en este plenario reedita -y se inscribe- en un marco de crisis del sistema sancionatorio, y, particularmente, de las penas privativas de libertad. II. En el caso de la suspensión del juicio a prueba, la deficiente técnica legislativa, el potenciamiento de la discrecionalidad judicial (basta ver la disparidad de criterios e interpretaciones que del instituto citado han efectuado los tribunales encargados de aplicarla desde la sanción de la ley 24.316), y la necesidad real de dar remedio al rigor de la prisión, han terminado por transformarse en un factor de erosión de la legalidad de las penas. Se asiste hoy a un cuadro de situación en el que abunda la crítica a las respuesta sancionatorias “flexibilizadas” y a un “clemencialismo” judicial en buena medida generado por el dramático y crónico déficit de los organismos penitenciarios. La producción legislativa de las últimas dos décadas indica que, al margen de que la incorporación de figuras como la probation responden a una política de “desintegración” del sistema de penas, se verifica igualmente un enriquecimiento de la tipología sancionatoria, una insistencia en procura de objetivos polifuncionales, y un esfuerzo de la doctrina hacia la racionalización de la mensuración judicial de la pena. Con este cuadro de situación, la ciencia penal y el sentido común parecen marcar una convergencia orientada a que la respuesta punitiva recupere la certeza y eficacia que hoy se perciben extraviadas. En ese contexto se impone retomar la reflexión sobre el valor de la legalidad y su proyección a la interpretación de las normas, requerida, hoy con más urgencia, ante las innegables señales de crisis que el principio manifiesta. Por de pronto, no está en discusión que el juez está sujeto en primer términos, a la ley. La jerarquía constitucional de esta afirmación testimonia que nuestro sistema –como lo ha sostenido en innumerables ocasiones la Corte Suprema Nacional-, se subordina al primado de la ley. En el campo penal es donde esta primacía de la legalidad asume su máxima expresión normativa y cultural, aunque “por encima de lo que las leyes parecen decir literalmente, es propio de la interpretación indagar lo que ellas dicen jurídicamente, y que en esta indagación no cabe prescindir de sus palabras, pero tampoco atenerse rigurosamente a ellas, cuando la interpretación razonable y sistemática así lo requería (Fallos, 242:247; 244:407; 283:239; 303:612; 308:1655, entre otros). En la vertiente del derecho penal substancial, el principio de legalidad proclamado en el art. 18 de la C.N. apunta a garantizar el “favor libertatis” y la certeza del derecho. En el ámbito procesal, por su parte, la obligatoriedad de la acción penal pública afirmada en el art. 120 de la C.N., 189 de la C. Pcia. Buenos Aires y 6 del CPP, se presenta como una necesaria expresión de la igualdad de tratamiento (art. 16 C.N.) y, al mismo tiempo, como el instrumento que asegure la efectividad de la opción penalizadora contenida en la ley. Tales enunciaciones normativas y constitucionales confirman que el sistema penal se presenta sólidamente anclado en la legalidad, en cuya base está la idea de que solo la le puede asegurar la libertad individual y la igualdad de tratamiento. De allí la asignación del monopolio de la producción penal en manos del Congreso como órgano provisto de legitimación democrática directa y, consecuentemente, de la expresión de la voluntad popular. Así, en tanto intérprete de la ley penal, el juez está constreñido al respeto de la legalidad sustancial y procesal: no puede punir en ausencia de una ley que haya entrado en vigor antes del hecho, o cuando éste no esté expresamente previsto en la norma, ni tampoco puede sustraerse a la obligación de aplicar la ley penal sustancial dando curso a la acción pública. Ahora bien, esta visión de la legalidad se halla hoy en una crisis evidente y profunda. Si se examina el problema en el plano de la actual realidad normativa es de toda evidencia la perdida de la centralidad de la ley penal como fuente del derecho penal. Algunas de las causas de esta crisis son la “delegificación”, producto a su vez de un fenómeno más general de exceso de producción normativa bajo la forma del aumento exponencial de las prohibiciones penales y reciente imposibilidad de conocimiento de las leyes y la pérdida de certeza. La determinabilidad en un sistema que tiene una imprecisa miríada de conductas incriminadas se vuelve cada vez más virtual para el ciudadano, al tiempo que se redimensiona el sentido de la subordinación del juez a aquel principio. Surge así la necesidad de que la magistratura asuma un papel más activo y protagónico en un sistema de características caóticas que lo impele a asumir con crecientes dosis de discrecionalidad su función de restaurador de equilibrios alterados. La “interpretación judicial debe establecer la versión técnicamente elaborada de la norma aplicable al caso, por medio de una sistemática, razonable y discreta hermenéutica, que responda a su espíritu, observe y precise la voluntad del legislador, en la común tarea de éste con los jueces, en la búsqueda de soluciones justas y adecuadas para la adjudicación de los derechos de sus conciudadanos” (Fallos, 263:453; en la doctrina comparada cfr. G. Zaccaria, La comprensione del diritto, Editore Laterza, 2012, cap. 3, passim). III. En el campo de la sanción, aquella impresión sobre la legalidad es todavía más evidente. Aquí la fragmentación del sistema sancionatorio y la aparición de instituciones como la condena de ejecución condicional y la suspensión del juicio a prueba (arts.26, 76 bis y 76 ter del C.P.), y los diversos institutos de la ley de Ejecución Penal nro. 24.660, han determinado un aumento de la discrecionalidad judicial como instrumento conferido al juez a los fines de la individualización y modalidad de aplicación de la pena especialmente en el quantum. Así, una pena que contenga montos elevados en abstracto, puede perder consistencia en razón de las varias posibiliddes o alternativas libradas a la interpretación de los distintos tribunales que se suceden en el proceso. En otros términos, los jueces, muchas veces, sin expresar su verdadera voluntad, resuelven en un marco donde la legalidad estricta está ausente. En esas condiciones un progresivo afinamiento del buen sentido judicial –que, como diría Paul Ricœr- se dirige a establecer lo justo “entre lo legal y lo bueno”, se está manitestando en estas nuevas funciones del juez como “vicario de la elección del legislador” (cfr. Fausto Giunta, La giustizia penale tra crisi della legalità e supplenza giudiziaria, en Studium Iuris, nro1. 1999). La crisis de la legalidad se manifiesta en la actual realidad normativa y concierne también a la dimensión formal de la legalidad, entendida más que como un necesario instrumento de certeza e igualdad de tratamiento, como un límite a la necesidad de tutela, sea en relación a nuevos bienes jurídicos, sea a particulares formas de agresión a bienes jurídicos tradicionales. Esto último no insinúa una adhesión a la doctrina del “uso alternativo del derecho” que afirma una nueva ideología contra la “ideología burguesa” cristalizada en la “legalidad formal” (cfr. P. Barcelona, Introduzione, en L’uso alternativo del diritto.. Scienza giuridica e analisi marxista, Bari, 1973, p. XII y ss.). Por el contrario, legalidad e interpretación (o si se prefiere, poder político y poder judicial), representan no una realidad antinómica sino la síntesis de la afirmación de los valores consagrados en la Constitución. No obstante, no es infrecuente que para el juez la legalidad aparezca como un obstáculo a sortear, y de hecho, así finalmente ha ocurrido a través de la denominada interpretación “evolutiva”, surgida en nombre de la necesidad de llenar lagunas de tutela, a veces no deseadas pero siempre originadas en defectos o insuficiencias de la legislación. Desde ese punto de vista, la jurisprudencia ha llamado la atención sobre la vetustez de ciertas leyes y ha reclamado su adecuación a una nueva sensibilidad social. Una nueva “legalidad” surge generalmente de las cenizas de otra legalidad negada. El valor y sentido de la legalidad depende de su contenido, el cual asume la plenitud de su dignidad cuando se pronuncia por la opción de tutela compartida en términos de igualdad y solidaridad. No se trata de una función “creativa” –de una “nueva” legalidad- de la jurisprudencia, sino de su ajuste para asegurar al “derecho viviente” la necesaria certeza y efectividad en orden a la concreción del bien común político. El ideal iluminístico de la legalidad circunscripta a la finitud de la norma penal resulta en el caso del instituto tratado, al menos inadecuada a la realidad de estos tiempos. Cuanto se ha concedido al Iluminismo Penal acerca de que la legalidad es el producto de un legislador no solo representativo de la voluntad popular, sino infalible y vinculado a una racionalidad axiomática, no siempre se verifica en la aplicación de las leyes penales. La consagración de la legalidad como supremo valor supone completar la tarea allí donde la experiencia judicial demuestre que la legalidad y la igualdad no han estado salvaguardadas por el legislador que, entonces, deja implícitamente librada la resolución de los conflictos que puedan afectar dichos principio a la potestad discrecional –no arbitraria- de los jueces. Estos no agregan una nueva legalidad, sino que la sustituyen con la que el legislador les ha delegado. Quiere decirse con ello, que la legalidad y la certeza – entendida como definición de conductas y garantía de su aplicación igualitaria- no puede agotarse en el dato textual de partida, ni tampoco debe pretenderse hipotecar con aquella literalidad el resultado (como aplicación en la realidad), que es siempre el fruto de una actividad interpretativa más cercana a la (re) creación del derecho que a su proclamación legislativa (cfr. L. Vallauri, Saggio sur diritto giurisprudenziale, Milano, 1967, p. 372, ss.). IV. Como es evidente, la dialéctica entre las variables del resultado (aplicación al caso concreto) se sitúa fuera del proceso de formación de las leyes con la consecuencia de que la certeza del derecho penal depende de una legalidad que es producto de todo el sistema en su conjunto. Aquí asume una renovada y decisiva importancia la función de la Casación Penal, como garantía de la legalidad expresada en términos de coherencia y razonabilidad del sistema. Esta es la instancia judicial en la que ex post, se verifica, mediante una labor de racionalización e integración, si el standard de determinación (dimensión formal de la norma) de un instituto como la suspensión del juicio a prueba, se corresponde con la dimensión real en la que éste se “actualiza”. El fallo plenario del Tribunal de Casación es el ámbito institucional en el que debe concretarse este imprescindible esfuerzo racionalizador, motivo por la cual debe ser aquí y ahora donde se interprete la “fisionomía” o dialéctica entre texto e interpretación, sin que ello signifique, como se dijo, la justificación o el reconocimiento de una oposición inconciliable entre legalidad formal y sustancial. Por el contrario, el juicio prudencial del tribunal deberá orientarse más bien a una síntesis en la que la legalidad e igualdad converjan en un único e idéntico sentido. Esa es la clave hermenéutica que debe tenerse en cuenta para la más exacta comprensión del instituto, en el que el “beneficio” conexo a la extinción de la acción se revela menos significativo que la “función” prospectiva preventivo especial reconocida por el propio legislador (cfr. Exposición de motivos de la ley 24.316), que es su verdadera ratio y fundamento político criminal (art. 75, inc. 22 C.N.; cfr. P. Ziffer, El sistema argentino de medición de la pena, Universidad del Externado de Colombia, 1996, passim). De allí que la suspensión del juicio a prueba exhiba cierta extraneidad in radice a la lógica de retribución jurídica y se identifique con el tendencial desinterés por la vindicta en beneficio de la enmienda, que, en muchos casos la jurisprudencia hubo de afirmar no sin vistosas y forzadas exégesis. En cualquier caso, la probation permanece “atrapada” en la órbita de los mecanismos de individualización de la respuesta sancionatoria (cfr. F. Palazzo, Pene sostitutive: nuove sanzioni autonome o benefici con contenuto sanzionatorio?, en Rivista italiana de diritto e procedura penale, 1983, p. 819,ss.). Y se la justifica, precisamente, cuando una pena se revela inútil frente a un pronóstico de corrección –con o sin reparación- del imputado, es decir, cuando pueda razonablemente sostenerse que es más ventajoso, en el plano de la prevención, la recuperación de aquel que la imposición de una pena. En definitiva, apuntar a socializar, o al menos, a no de-socializar. Una tal renuncia a la pena puede concebirse en dos prospectivas. La primera está vinculada a la operatividad del instituto suspensivo, en el que el pronóstico deberá operar de modo de reservar la suspensión del juicio solamente (y excepcionalmente) a sujetos en aptitud de recibir una respuesta de tipo meramente preventivo especial. La segunda prospectiva se ubica en los casos de conclusión anticipada del proceso cuando el imputado ya sufrió los efectos prejudiciales del delito en medida y forma tales que la aplicación de una pena resulta injustificada (ej.: pœna naturalis), o en general, cuando la impunidad no debilita la validez de la norma afectada y el sentimiento de seguridad colectiva. Así interpretada, la suspensión podrá aplicarse en relación no solo a los delitos culposos, sino también a los dolosos que hayan producido perjuicios a terceros no particularmente graves y que puedan merecer, en concreto, una pena inferior a tres años de prisión. Es claro que la relación entre la operatividad del instituto y el quantum de la pena debe tener en cuenta el grado de eficacia que la acción preventivo especial, la prognosis criminológica y la intervención rehabilitadora puedan producir en cada caso concreto (cfr. S.Moccia, Politica criminale e reforma del sistema penale, Napoli, 1984,p 167). Todos ellos, en conjunto, constituirán los límites lógicos y normativos para la concesión de la suspensión. V. En razón en lo antes expresado, entiendo que le está permitido al Tribunal, en el marco de una legalidad amplia, acorde con la voluntad objetiva de la ley (más que con la del último legislador), y en armonía con el resto del ordenamiento jurídico penal, concluir que en el art. 76 bis del C.P., se contemplan dos supuestos. El primero, en el artículo citado, primer apartado, vinculado a delitos reprimidos con pena máxima que no supere los tres años de prisión, situación en la cual, formulado el pedido del imputado, deberá mediar una decisión jurisdiccional fundada que evalúe la razonabilidad del requerimiento (excluyéndose desde luego la decisión oficiosa y poniendo al alcance de las partes los medios impugnaticios de rigor). El segundo supuesto, reglado por los arts. 76 bis, párrafos 4to., 76 ter, y 76 quater, del C.P., determina las circunstancias que habilitarán, en cada caso, la suspensión del proceso. Este es el supuesto en que puede tenerse en cuenta la sanción que en concreto podría aplicarse, y que requiere, inexorablemente, el consentimiento del fiscal interviniente. Es por todo lo expuesto, que no habiéndose todavía dado una respuesta definitiva por medio de una reforma legislativa, es este Tribunal el que debe precisar jurídicamente el ámbito de aplicación del instituto considerado en el sentido antes indicado. Por todo lo expuesto, a la cuestión sometida a decisión plenaria, me pronuncio por la negativa, sin perjuicio de adherir, en lo sustancial y compatible con lo antedicho, al resto de los fundamentos del voto del juez que abrió el acuerdo. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la negativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Celesia, dijo: En virtud de un nuevo análisis del tema planteado como primera cuestión en este acuerdo y de la reforma legislativa del art. 338 del ritual por la ley 13.260, la suspensión del juicio a prueba ya no figura entre las cuestiones que los tribunales de juicio tratan en la audiencia del art. 338 y respecto de las cuales la ley había querido que fueran irrecurribles, señalando que contra la resolución que se dictara no había recurso alguno, lo cual implicaba que no podían interponerse los recursos ordinarios de reposición y apelación ni al menos en forma directa e inmediata, el recurso casatorio. Solo resultaba factible para la parte agraviada formular protesta, la que equivaldría a la reserva de los recursos de casación y extraordinarios que pudieran deducirse contra la sentencia definitiva. En ese sistema la recurribilidad reconducida al momento de la impugnación de la sentencia, permitía dar al gravamen que la denegatoria producía, una posible aunque mediata y dificultosa reparación ulterior, con lo cual el legislador procuraba evitar dilaciones derivadas de la tramitación de recursos que como el casatorio obligaban a la suspensión por un tiempo prolongado de la realización del juicio. La ley 13.943 agregó a la parte final del art. 338 y 404 la posibilidad de que las partes acuerden la realización de una audiencia a fin de tratar salidas alternativas al juicio oral hasta 30 días antes de la fecha fijada para la audiencia de debate oral. El contenido de las referidas modificaciones legislativas permite inferir que el legislador ha procurado separar la solicitud de suspensión de juicio a prueba del régimen de las demás cuestiones establecidas en el art. 338 del CPP, todas referidas a alternativas del juicio, mientras que aquella, en contrario, procura su no realización. De esta manera por un lado la propia ley ha reconocido expresamente el carácter de salida alternativa al juicio oral y, por otro, la suspensión del juicio a prueba con su particularidad de poder evitar el juicio y la condena en situaciones donde proceda la condena condicional se ha convertido, según se puede observar en la realidad de los procesos penales de esta provincia, en un medio muy utilizado a punto tal que podría considerarse imprescindible para el funcionamiento del sistema procesal regulado por la ley 11.922 y sus modificatorias. Si la denegatoria de suspensión del juicio a prueba provoca un agravio que ya no puede reconducirse a la impugnación de la sentencia, el gravamen es irreparable y la resolución apelable según art. 439 del CPP, pero esto no implica que constituya sentencia definitiva, porque esta es la que, aunque haya recaído sobre un artículo, termina la causa o hace imposible su continuación y la denegatoria provoca al contrario, que el procedimiento continúe. No obstante contra la denegatoria de la suspensión del juicio a prueba resulta admisible el recurso de casación por tratarse de un supuesto previsto en la última parte del art. 450 del CPP, según el cual el recurso de casación podrá deducirse respecto de los autos dictados por la Cámara de Apelación y Garantías revocatorios de los de primera instancia siempre que denieguen el sobreseimiento basado en la extinción de la acción penal, que es lo que aún de forma futura y condicionada provocaría la suspensión del juicio a prueba e impide su denegatoria. Finalmente si la resolución de la Cámara no fuese revocatoria sino confirmatoria de lo decidido en la primera instancia y mediara doble conformidad, el recurso procederá excepcionalmente cuando exista una situación de gravedad institucional o por la inobservancia o errónea aplicación de un precepto legal se configure un supuesto de arbitrariedad manifiesta. Por las razones expuestas, a la primera cuestión, voto por la negativa. II) Respecto de las cuestiones segunda, tercera y cuarta voto en igual sentido que el Dr. Sal Llargues. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la negativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. A las cuestiones planteadas, el Señor Juez, Dr. Piombo, dijo: Con brevedad más que telegráfica, dejo expuesta mi posición. En primer lugar, cabe conocer del otorgamiento del beneficio de la probation. La causa es única y muy sencilla. Como instituto opera, como consecuencia de su aceptación, una mutación competencial y, por tanto, toca a un tema puesto bajo nuestra directa inspección (art. 20 del C.P.P.). En segundo lugar, la posibilidad de otorgar ese beneficio está directamente vedada en los delitos sancionados con inhabilitación. De ahí que si se decide, en aras de la primacía de la regla constitucional de la igualdad y en función del principio de menor lesividad, que puede ser efectivamente concedido en la medida de que la ley reputada injusta lo otorga para ilícitos más graves, será a condición que se asegure estrictamente, a través de una medida cargo, oficio o habilitación en el que mostró ser imprudente, negligente o inobservante de los reglamentos. En lo demás, adhiero al voto del Dr. Sal Llargués en el mismo sentido y por los mismos fundamentos. Por todo lo expuesto, a la primera cuestión: voto por la afirmativa; a la segunda cuestión, voto por la afirmativa; a la tercera cuestión: voto por la afirmativa; y a la cuarta cuestión: voto por la afirmativa. Con lo que se terminó el Acuerdo Plenario y vista la forma como han quedado resueltas las cuestiones planteadas, el Tribunal de Casación Penal, RESUELVE: 1.- La resolución que deniega la suspensión del juicio a prueba prevista en el artículo 76 bis del Código Penal es sentencia equiparable a definitiva; 2.- El instituto de la suspensión de juicio a prueba, es aplicable en todos los casos en que pudiere corresponder una condena de ejecución condicional; 3.- La aplicación del instituto de la suspensión del juicio a prueba, es procedente en los casos de delitos que tienen prevista pena de inhabilitación ya sea principal, conjunta o alternativa; 4.- La anuencia del fiscal es, en principio, necesaria en todos los supuestos contemplados en la norma del artículo 76 bis del Código Penal. Artículos 76 bis y ctes. del Código Penal; 450, 456 y cdtes. Código Procesal Penal. Regístrese en el Libro de Acuerdos Plenarios, notifíquese y, oportunamente, archívese. FDO.: BENJAMIN R. M. SAL LARGUES - FERNANDO L. M. MANCINI - MARTIN M. ORDOQUI - RICARDO MAIDANA - MARIO E. KOHAN - CARLOS A. NATIELLO - VICTOR H. VIOLINI - DANIEL CARRAL - RICARDO BORINSKY - CARLOS A. MAHIQUES - JORGE H. CELESIA - HORACIO D. PIOMBO Ante mí: María Julieta Battistotti